Los Juegos del Hambre [+13 Capítulo 10: 03/3/14]

No podía creérmelo, me negaba a ello con insistencia, pero era cierto.

La verdad podía ser aceptada o no, pero era la verdad y por más que gritara, que dijera que no, estaba allí, llamando a la puerta con tono serio y lúgubre cuando un Agente del Gobierno vino a informarnos a mi madre y a mí de nuestra nueva condición ciudadana tras la muerte de mi padre; cayendo con la fuerza de una cascada de agua fría como tanto les gustaba a los “senseis” de las pelis de ninjas que tanto gustaban a Sora. Quizás, por eso motivo, la manera que mi mente había encontrado para asimilarlo había sido paralizándome por completo y manteniendo la mirada clavada en el suelo, como un avestruz. Sentía como mis compañeros, chicos a los que conocía y a los que no, me achuchaban para que diera el paso definitivo, para que diera el paso hacia la muerte, esa vieja amiga que tantas ganas me tenía y que hasta el momento había burlado.

—Naruto Namikaze— repitió la voz del enviado por el Capitolio cuando extrajo la papeleta con mi nombre.

Éste era un hombre ataviado con un traje de chillones colores, el último grito: en el Capitolio de admiración, en mi Distrito de horror. Sin embargo, no reparaba mucho en su aspecto. Seguía intentando recuperarme de lo que había oído. Esperaba que otro chico saliera de entre el público, como otros años sucedía, con la cabeza baja si era mayor, llorando o temblando si todavía era demasiado pequeño. Sin embargo, nadie lo hacía. No veía desfilar a un chico entre la abarrotada plaza de almas en desgracia, que se sentían mezquinamente culpables al sentirse aliviadas por no ser ellas.

Había sentido en muchas ocasiones aquella sensación. En aquel instante estaba segregando una gran cantidad de adrenalina. Mis pupilas debían estar dilatadas.  Sentía como un sudor frío me recorría la espalda y el miedo iba desapareciendo. Era la sensación de peligro a la que el cuerpo se preparaba cuando tenía que esconderme de los Agentes de la Paz en las redadas que realizaban periódicamente para encontrar y destruir la guardia central de Raíz. Siempre experimentaba aquellas sensaciones cuando me encontraba con alguna mujer casada y su marido llegaba antes del trabajo. Ya tenía en el culo restos de los perdigones de un marido enfurecido. Me sentía exactamente igual que hacía un minuto, justo antes de que extrajeran mi nombre de la urna.

Pero la diferencia estribaba en que otros años, cuando decían el nombre del Tributo y no era yo, volvía a la normalidad, me sentía feliz, la tensión desaparecía y podía volver a luchar por sobrevivir día a día, porque el contador empezaba de nuevo en trescientos sesenta y cinco días. El contador, en cambio, ahora marcaba cero. Estaba muerto, o matemáticamente como le gustaba expresar a Sora, tenía sólo una posibilidad frente a veinticuatro de sobrevivir. No, ahora mismo podrían celebrar mi funeral, coger una lápida poner en ella mi nombre, el día en que vine al mundo y el día de hoy y nadie notaría la diferencia.

Catorce años lidiando con la muerte y justo el último año, cuando me encontraba al final del camino, cuando desaparecía para mí la ominosa posibilidad de ser elegido para convertirme en una bestia, en una mera mascota, en algo con que entretener las vacías y huecas vidas de los ciudadanos del Capitolio que disfrutaban de la muerte como si fuese natural, era cuando la suerte “estaba de mi lado” y decidía “agraciarme con el mayor honor de todo Panem”. Algún ente superior debía estar echándose unas risas a mi costa. A pesar de que había escuchado mi nombre, había quedado completamente en estado de shock y no podía moverme.

Me consideraba un tipo bastante racional. No había tenido la oportunidad de ir a la escuela para desplegar mi potencial, pero si por algo era conocido y valorado en Raíz era por la manera racional y lógica que tenía de afrontar los problemas. Siempre buscaba su causa y procuraba atajarla o remediarla. Nunca me rendía si encontraba la manera de solucionarlo y en la mayor parte de las ocasiones, encontraba la respuesta. Sin embargo, ahora no podía ser racional. Los Juegos del Hambre no eran racionales. Eran un espectáculo de sangre y muerte, un gore show, donde tras lucir sonrisas, compañerismo, amabilidad y bonitos trajes, te soltaban en ese maldito lugar al que tanto temíamos llamado Arena para que te deshumanizaras y sólo tuvieras como objetivo matar. Estaba invadido por el miedo porque por más que hiciera, tenía un bonito epitafio escrito en el cementerio: “Naruto Namikaze, Tributo del Distrito 11 que luchó con honor y murió con gloria en los octogésimo sextos Juegos del Hambre”…

¡Eso era! El honor del Campeón. Desde hacía diez años, aproximadamente, a raíz de unos acontecimientos en otras partes del mundo, algo de lo que sabíamos de la misa la mitad, el Capitolio recompensaba al Campeón con un extra a elegir: derechos —pedir lo que fuera salvo algo que atentara contra la Constitución y por desgracia los Juegos del Hambre eran “constitucionales”— o riquezas —una generosa donación del Capitolio al Distrito para aumentar su bienestar.

No obstante, había algo en mi interior que era superior. Desde el día en que vi nacer a Sora algo en mi cambió. Mis instintos ancestrales por sobrevivir se adaptaron a esos bonitos ojos que me miraron inocentemente ajenos al dolor de este mundo. En aquel día hice de su supervivencia la mía. Aquello no era precisamente racional pero me era imposible. Era mi hermano, mi única familia y sabía que tenía que protegerlo, que tenía que hacer porque sobreviviera. Si yo ganaba los Juegos le exigiría al Capitolio y a toda Panem que perdonara la vida de mi hermano. Había una oportunidad, ínfima, pero algo por lo que luchar. Por esa razón, de nuevo, escapando a mi control, cuando vi cómo las cámaras, ávidas por satisfacer su audiencia, enfocaron el rostro de Sora.

Ese maldito hermano mío iba a hacer una estupidez. De repente, su sonrisa encajó. Por alguna estúpida razón había decidido presentarse como voluntario. En mi mente resonaban sus anteriores palabras: “estoy feliz por ti porque es tu último año”. No podía ser que pretendiese ir en mi lugar. ¡Yo era quien le protegía, no él a mí! Lleno de determinación, Sora empezaba a alzar una mano totalmente libre de miedo. ¡No iba a dejarle hacer una estupidez! Una persona racional diría que era lo más justo porque yo había estado siete años cubriéndole las espaldas y en mi último año, cuando a él le quedaban siete donde podía ser elegido y yo estaba al borde de la salvación, era lo más racional. Pero cuando se trataba de Sora tampoco era racional. Alcé la mía y exclamé:

—¡Soy yo!—Luego aclaro.— ¡Yo soy, Naruto Namikaze! ¡Y me acojo a mi derecho al honor de los Juegos del Hambre!—Que equivalía a vetar a los tributos voluntarios, un derecho al que típicamente solo se acogían los tributos profesionales, esos asquerosos que veían todo esto como un honor y no como un horror.

Fui consciente que desde aquel momento mi vida ya no era mía, que yo ya no era Naruto, era el Tributo 11 y que, si la suerte me sonreía —no de la misma forma en que lo había hecho para que mi cosechador escogiera alguna de mis cincuenta y seis papeletas— no sería el mismo. Sería un Tributo muerto o un Campeón, pero no sería nunca más Naruto. Y quizás por aquel motivo mi lado racional e irracional decidieron colabora y comencé a pensar la mejor manera de intentar sobrevivir. Ser elegido era una sentencia de muerte, obvio, pero había una posibilidad de salvación. Había pasado de estar abatido a estar pensando cómo sobrevivir. Era sorprendente y sabía que en cuanto pasara aquel día necesitaría varios para comprenderlo.

—¡Magnífico!— Dijo el cosechador enviado por el Capitolio con una gran sonrisa de satisfacción, como si hubiera realizado un gran trabajo, aunque no tuviera ni idea, ni la tendría, de lo que era madrugar para trabajar y alimentar a una familia— ¡Ven aquí, Naruto!

En todas las pantallas, montadas con días de antelación para que el Distrito 11 disfrute del espectáculo, se vio mi cara. Al verme, rápidamente, moviéndome de nuevo por instinto sonreí y me mostré confiado. Bueno, lo intenté. Se notaba que estaba algo asustado. Mi sonrisa era algo tensa y se notaba que miraba a cámara. Aquellas estupideces, como todos sabíamos, eran muy valoradas por los patrocinadores, mecenas que si tenían a bien ser generosos, podían ser la diferencia entre la vida o la muerte en la Arena. Estas personas a las que tanto odiaba porque en lugar de poner en disposición de todos los recursos que les sobraban los invertían en un espectáculo donde niños y jóvenes estaban llamados a matar, ahora eran mi mejor baza y debía darles lo mejor de mí para ser querido. En el fondo era como cuando les susurraba “te amo” a las mujeres que me querían en su cama. Estaba acostumbrado a mentir para complacer y a cambio obtener rédito. Ahora la recompensa sería mi vida.

Avancé entre la multitud que miraba sorprendida cómo alguien se había acogido a su derecho al honor de los Juegos del Hambre, algo que nunca había pasado en mi Distrito. Miré de reojo a las pantallas y me forcé a mostrarme decidido a ganarlos.  Noté cómo cambiaba mi expresión, que seguía siendo algo fingida, algo que comentarían los especialistas del programa en lenguaje no corporal.

Entonces, decidí echar a correr. Realmente quería correr, pero en dirección opuesta. No era la primera vez que hiciera lo contrario de lo que quería hacer, y desde luego, no sería la primera en aquella etapa última que comenzaba el Día de la Cosecha y finalizaba o bien en la Arena, o bien a los ochenta años. Quería que el público viera como un chico del marginal y obrero Distrito 11 quería participar en los Juegos del Hambre. Ellos querían espectáculo y, de la misma forma que complacía a otras mujeres que buscaban el cuerpo de un hombre joven, yo se lo daba. En el fondo, era una versión sutil y refinada de prostituirse.

Subí las escaleras de dos en dos, tenía que demostrarles que estaba orgulloso y ansioso por rebanar cuellos y cuando llegué a la pequeña plataforma de madera donde me esperaban el cosechador, mi mentora y la mi compañera Tributo lucí mi mejor sonrisa. Las cámaras, cual aves de rapiña, se posaron sobre nosotros. Noté cómo había ganado cierto protagonismo con mi actitud. Desde luego, nadie lo esperaba,… empezando por mí.

Al igual que, en ediciones anteriores, la ceremonia terminó con el himno de Panem, una composición para recordarnos de la paz y la prosperidad en las que vivíamos gracias al Capitolio, algo que era verdad salvo si vivías en los Distritos. Odiaba aquella música y aquella letra símbolos del imperialismo y de la dominación del Capitolio y me odié cuando canté con fuerza y sentimiento, como si de verdad lo creyera, aquella letra, cuando cerré los ojos y alzando el brazo con la mano extendida, como se obligaba a todos los habitantes de Panem. Se decía que era la forma en la que hacía miles de años saludaban los “romanos”, un pueblo que según me había contado Sora había dominado lo que hoy es Panem y que Panem pretendía recuperar el esplendor de esta ancestral cultura. Sea como fuere, había pasado de negarlo, de querer escapar a convertirme en una pieza del juego que había encajado perfectamente.

Cuando terminó de sonar el grandioso y apoteósico acorde que ponía fin al himno nacional, las cámaras cortan su retrasmisión para conectar con el Distrito 12. El programa estaba rodado en directo, aunque las ceremonias estaban programadas para que en pequeños espacios de quince o veinte minutos comenzaran de manera sucesiva. Todo era por el gran espectáculo que tan feliz hacía a las gentes del Capitolio que tendría que conocer, enamorar y hacer gozar matando o muriendo.

Nuestro cosechador nos invitó a pasar dentro del edificio del Gobierno. Cuando entré en él noté cómo si nada hubiera cambiado, pues, al fin y al cabo, yo había vivido ahí durante casi siete años de mi vida. Seguramente, habría multitud de recuerdos entre sus esquinas —recuerdo que jugaba mucho con mi madre o que me encantaba correr de un lado para otro, aunque aquello eran otros tiempos—pero mi mente estaba demasiado ocupada procurando mostrar a un Naruto serio, comprometido, dispuesto a ganar y a la vez intentando asumir que iba a matar a otros jóvenes, algunos incluso de la edad de Sora, o que ellos me matarían a mí.

Mientras que preparaban el transporte para la estación de tren, los Tributos tenían derecho a despedirse de sus familiares. En tanto que los buscaban, algo que en mi caso sería fácil pues sólo vendría Sora, nuestra mentora y nuestro cosechador empezaron a hablarnos del honor que teníamos. No presté mucha atención a quiénes eran cada uno. A la mentora la conocía de otros años, sobrevivió hace unos veinte años a los Juegos y desde entonces, el Distrito 11 no había tenido suerte, “no había estado de nuestro lado”, como siempre recordaba el cosechador hasta el año pasado. El cosechador era un “joven de cuarenta años” venido de la capital y que buscaba desesperadamente un ascenso, algo que no conseguía desde que entró en su puesto actual tras unas durísimas oposiciones como siempre decía en sus entrevistas. Eran dos personas a las que aborrecía: una por disfrutar y la otra por sobrevivir; y de las que dependería mi supervivencia en la Arena.

Como ya suponía, no pude despedirme de Sora en condiciones. Ni siquiera aquel tipo de momentos, quedaban en la intimidad. Ser nombrado Tributo también era un sinónimo de tener pegada una cámara a ti en todo momento, quizás en el baño no, aunque según decía una leyenda negra, un año se había puesto de moda conocer el minuto a minuto de los Tributos con todas las implicaciones que aquello tenía.


Las cámaras se dedicaron a filmar nuestra despedida, pero en aquel momento decidí olvidarme de aquello. Había muchas posibilidades de que la próxima vez que nos viéramos, yo tuviera los ojos cerrados, si era reconocible.

Nos abrazamos mientras acaricié con ternura sus cabellos pelirrojos, idénticos a los de mi madre. No evité sentirme mal porque me mostré mucho más enternecedor de lo que lo hacía habitualmente porque sabía que me estaban grabando y la despedida entre dos hermanos era siempre otro punto a favor. Los Juegos del Hambre eran un teatro y el mejor actor tenía muchas posibilidades de ganar. Naruto no era alguien que se rindiera. ¿Moriría? Posiblemente. ¿Me rendiría? Nunca.

—Estuviste a punto de hacer una estupidez— Le regañé.
Mis palabras sonaron dulces, con ternura. mientras que me imaginé a más de un espectador haciendo un “oh” conmovido al darse cuenta de que evité que mi hermano se presentara voluntario. Me di asco por estar más atento a las cámaras que a los sentimientos de mi hermano. Tal y como percibí este reality show ya me estaba cambiando y ni siquiera había salido de mi distrito.

—¡La estupidez la has hecho tú! —Me gritó enfadado—A mí me quedan siete años todavía, por lo que no has hecho más que darme un año más. Siendo voluntario, tú habrías vivido, pero ahora es posible que los dos muramos.
—¡Eh, enano! ¿No te acuerdas lo que le dije a mamá? Le dije que te cuidaría y que le prometía que siempre estaríamos juntos. Y si hago algo es cumplir mis promesas. Además, pienso ganar estos juegos. Es un auténtico honor luchar y más para evitar que tú vayas. Yo puedo defender mejor nuestro Distrito que tú —se me hacía terriblemente difícil intercalar mis sentimientos con un discurso bonito y llamativo.—Además, recuerda, que uno de los honores del Campeón es el de elegir entre derechos o riquezas y sé, que si gano, Panem me recompensará con el derecho de comprar tu libertad.
—No te creo— Y hacía bien en decir eso.
—Pues deberías, porque, sea como sea, al precio que sea necesario pagar— intenté que mis ojos brillaran con determinación, como si fuera una película— estos Juegos ya tienen un campeón: tu hermano que nunca te abandonará.

Y Sora me abrazó y lloró, al igual que muchos de los espectadores. No sabía si había logrado convencer a alguien con mi actuación, yo no me la creería, pero, si bien, los habitantes del Capitolio eran amantes de aquel tipo de tragedias. Quizás, hubiese obtenido una ventaja sobre todos y cada uno de mis competidores, pero esto quedaba lejos de suponer algo. Sentía el filo de la espada de Damocles sobre mi nuca.

Antes de que pudiéramos darnos cuenta, los Agentes de la Paz nos escoltaban hacia dentro del Ayuntamiento. Todos los demás que habían estado en el escenario entraron también, y las puertas se cerraron detrás, haciendo que no pudiera oír las palabras que alguien decía desde el micrófono. Sin embargo, aunque no las oyera sabía lo que estaban diciendo por los años anteriores. Realmente no era un momento al que hubiera prestado mucha atención los demás años, ya que en ese momento el alivio y la pena solían envolverme, pero sabía que lo que decían era un aviso para las familias de los Tributos. Para que pudieran llevarlos al interior del Ayuntamiento también para que se despidieran de los Tributos. Despedirse. Unos te daban la enhorabuena y otros abiertamente anunciaban que ibas a despedirte de los tuyos.

Unos minutos después me encontraba sentada en un pequeño despacho, cuando la puerta se abrió de golpe, y mis padres entraron.

—Cinco minutos —avisó un Agente de la Paz, y cerró la puerta.

Mi madre tenía los ojos rojos e hinchados, pero parecía haber intentado limpiarse las lágrimas lo mejor que había podido, de modo que no dije nada al respecto. Iba a abrazarla cuando mi padre me agarró muy fuerte por ambos brazos.

—Escúchame, Sakura. Escúchame. Puede que no seas fuerte y que no seas despiadada… Pero eres hábil e inteligente, mucho más que la mayoría de la gente y seguro que más que todos ellos.
—¿Qué dices, papá?
—Que luches. Lucha por volver, hija. Por favor.

En ese momento me eché a llorar. Mi padre me abrazó. A todos nos había pillado por sorpresa y, desde luego, a todos nos abrumaba esa situación. Cuando me calmé, me separé un poco de él y me lancé a los brazos de mi madre, ambas lo necesitábamos.

—Quiero volver. Lo intentaré… intentaré que nadie… me mate. Pero no sé si yo podría… —me llevé una mano a la boca para ahogar un sollozo. Tenía que recuperarme antes de que las cámaras me enfocaran y me convirtiera en la llorica de la 86ª edición de los Juegos y automáticamente, en la presa más fácil. Más o menos logré recomponerme y caí en la cuenta de algo: — Si no vuelvo…
—Sakura, hija, por favor no… —dijo mi madre, suplicante.
—Solo es… por si acaso. Pero… si no vuelvo, no esperéis a moriros de hambre con un sueldo menos en casa, y papá no te metas en más problemas de los que ya tienes… Vended todas mis cosas. Intentad alquilar mi habitación a un buen precio y si no lo conseguís… acoged en ella a algún niño sin hogar…
—No tienes que decir esas cosas, hija. Porque vamos a volver a vernos —aseguró mi padre con decisión.— Nos has prometido intentarlo.

La puerta se abrió tan repentinamente como la primera vez.

—Se acabó el tiempo. Kizashi, Mebuki, lo siento pero tenéis que salir —dijo el mismo Agente de la Paz. Mis padres estaban haciendo caso omiso, pero lo último que quería es que encima los castigaran. Así que los abracé a ambos al mismo tiempo y les di un beso en la mejilla a cada uno. Asintieron. Mi padre salió sin mirar atrás. Mi madre se detuvo un momento en el umbral de la puerta y mientras una lágrima traicionera caía por su mejilla me recordó:
—Lo has prometido —y la puerta se cerró tras ella.

Era verdad… de alguna manera tenía que intentarlo. Pero realmente no tenía ni idea de lo que me esperaba a partir de entonces. Todo lo que sabía era sobre las partes que se retransmitían: el desfile de presentación de todos los Tributos, las entrevistas, las puntuaciones por parte de los Vigilantes de los Juegos y por supuesto, los Juegos del Hambre. Pero todo eso tenía una importancia y si jugaba bien mis cartas podía ser de ayuda una vez comenzaran los Juegos. Ahora, tenía que ser práctica. Para explicarnos todo eso, entre otras cosas, estaba nuestra mentora. Así que pensaba aprender lo máximo posible de ella.

Cerca de media hora después de hablar con mis padres, otros Agentes de la Paz me sacaron del despacho y volvieron a reunirnos a Konohamaru y a mí. El pequeño era un mar de lágrimas. Nos condujeron hasta la estación, donde subimos a bordo de uno de los lujosos trenes del Capitolio.

—¡Guao! —exclamó Konohamaru.
—Creo que comparto tu opinión —bromeé. Konohamaru me miró sorprendido y entonces me di cuenta de que era la primera vez que le hablaba directamente. Era pequeño e impresionable… Y realmente no teníamos mucho que perder, así que más nos valía aprovechar y disfrutar lo máximo posible. Le sonreí.— Ven, vamos a ver qué hay por aquí.

Alfombras y cortinas de seda, apliques de oro, pinturas en el techo y suave olor a jazmín. Aquel era el lugar más lujoso que había visto en toda mi vida, y solo era un tren. No podía imaginarme lo que podríamos llegar a encontrar en el Capitolio.

—¡Aquí estáis! —exclamó casi cantando Maito Gai. Ah, claro. Todo esto también lo implicaba a él, hasta que empezaran los Juegos.— ¡No os encontraba!
—Normal —dije.— Solo en este vagón del tren cabría toda mi casa.— A Maito Gai no pareció hacerle mucha gracia, pero oí cómo Konohamaru se reía.
—¿No tenéis algún mapa? Quizá me pierda. —Lo dijo en tono de broma, lo que volvió a ofender a Gai, que bufó dramáticamente, se dio la vuelta y simplemente nos indicó que lo siguiéramos. Por el camino nos indicó en qué vagones podríamos encontrar más tarde todo lo que pudiéramos querer: comida, bebida, ropa, libros… de todo.

En otro de los vagones, alguien estaba peleándose con un aparato que parecía ser un proyector, aunque nadie hubiera dicho nunca que ése y el que había en mi casa pertenecieran a la misma especie. Gai volvió a carraspear para hacerse notar, y la otra persona se volvió. Ahí estaba nuestra mentora. Layla May clavó sus ojos en nosotros dos.

—Sentaos. —Sacó un pequeño aparato mientras nos sentábamos en el banco más cómodo que hubiera podido imaginar, cubierto de suave raso rojo. Se puso a nuestro lado, pero permaneció de pie. No sabía bien qué decir, e instintivamente miré a Konohamaru, que también me miraba a mí. Claro. Yo era unos once años mayor, no podía esperar que él fuera quien me allanara el camino a mí.
—Layla… —llamé, lo que hizo que ella girase la cabeza para mirarme de una forma en la que me sentí vigilada y amenazada al mismo tiempo.— ¿No quieres que nos presentemos? —Ella frunció el ceño y me señaló.
—Chica ingenua que no sabe usar un arma —pasó a señalar a Konohamaru.— Niño demasiado pequeño para imponerse de cualquier manera.

Y ya estaba. Así, nos había calado a los dos de un golpe. Me aterrorizó la idea de pensar que por los momentos que nos habían grabado durante la Cosecha y al subir al tren, hubiéramos dado la misma imagen por todo Panem. Que para los demás ya tuviéramos la etiqueta de “fáciles”. Y entonces me inquietó algo más… que todo esto lo pensaba en plural. Pero no quise preocuparme por eso tan pronto. Después de la conversación con mis padres, mi principal esperanza es que otro Tributo se ocupara de Konohamaru… Después de todo, eran habituales las cacerías de “cachorros” —es decir, los Tributos más jóvenes— nada más empezar los Juegos. Tampoco quería pensar en eso, aunque fuera lo que más sentido tuviera para mí.

—¿Cómo se gana? —preguntó Konohamaru sin reparos. Layla alzó el aparato que tenía en la mano y lo sacudió para llamar nuestra atención.
—Primero, esto. —Apretó algo en ese aparato, y el proyector empezó a funcionar.

Música del Capitolio, escudo del Capitolio, imágenes de la Cosecha. Pero era una mujer diferente a Gai la que estaba en el escenario, y eran otros los estandartes que acompañaban al del Capitolio. Era el festival de la Cosecha en el Distrito 1. En cuanto dijeron los nombres, primero la chica y luego el chico, varios chicos y chicas parecían pelearse por ser los primeros en ofrecerse voluntarios. Los Tributos finalmente eran dos personas de mirada soberbia que parecían tener aproximadamente la misma edad que yo. Las imágenes se pararon, y Layla empezó a hablar.

—Distrito 1, son de los profesionales. No está permitido entrenar para los Juegos del Hambre pero ellos lo hacen de todas formas, el Capitolio hace la vista gorda con el 1 y el 2.

Las imágenes volvieron, esta vez era un lugar diferente, la Cosecha del Distrito 2, los otros profesionales. Allí nadie se presentó voluntario pero sí parecían felicitar e incluso envidiar a los Tributos elegidos. Él era un chico de unos catorce años, pero me llamó más la atención ella, parecía que estuviera recibiendo un merecido premio, pero lo celebraba con tranquilidad. Cuando la cámara la enfocó en un primer plano, su mirada me hizo pensar que quizá estaba esperando a celebrarlo en la Arena de los Juegos. Layla hizo un comentario parecido al del Distrito 1, aunque añadió un “dejad que se maten entre ellos” y continuamos viendo la Cosecha de los demás. Había algunos niños como Konohamaru o poco mayores, aunque la mayoría eran más o menos de mi edad. Algunos miraban fijamente a la cámara como amenazándola, y noté que esa amenaza estaba dirigida a mí. Creo que Konohamaru notó lo mismo, porque sentí como daba un pequeño bote sobre el banco. Y entonces, llegó la Cosecha del 7. La elegida fue una chica de unos veinte, pero el grito de desesperación en su caso provino de la formación de los chicos. Dos Agentes de la Paz sujetaban al chico que intentaba abrirse paso hasta ella, pero cuando el cosechador empezó a decir el nombre del Tributo masculino, el chico al que retenían gritó a pleno pulmón que se presentaba como voluntario. Los Agentes lo dejaron pasar entonces, y el corrió hacia el escenario donde la chica lo esperaba reteniendo las lágrimas a duras penas, y ambos se abrazaron con fuerza. El cosechador hizo un discurso totalmente emocionado, y las imágenes se detuvieron de nuevo.

—Estos dos están muertos —anunció Layla.— Un aliado te hace débil, intentar proteger a alguien se paga con la muerte. Muchos lo saben y a los que no, se lo dirán sus mentores. Procurad que sigan siendo presas más fáciles que vosotros y tendréis una oportunidad de sobrevivir al primer día.

Un escalofrío me recorrió, pero las imágenes siguieron su curso. Solo que después del Distrito 9, pasó directamente al 11. Pude ver de fondo a la vencedora del año pasado, Emi Hayama, a la que apodaron la Sádica. Llegó casi tan desorientada como los demás, pero después de matar al primer Tributo se dio cuenta de que le resultaba divertido. Fue algo abrumador ver como realmente se convertía en un juego para ella. Era desconcertante pensar que esa persona sería la mentora de dos Tributos este año. Cuando la cosechadora del 11 leyó el nombre de la chica de la papeleta que había extraído de la urna, antes de que a la aludida le diera tiempo a reaccionar, Emi Hayama dio un paso adelante.

—Me presento voluntaria —no llegué a escuchar bien las reacciones del Distrito 11, porque estaba ocupada con la mía propia. Una mentora se acababa de presentar voluntaria, y no era precisamente por proteger a la chica por quien se había cambiado, ya que parecía que ni siquiera llegó a escuchar el nombre. Simplemente quería repetir. Una rápida consulta a sus papeles por parte de los del Capitolio y finalmente lo apoyaron, no había ninguna regla que lo prohibiera. Layla paró la imagen.
—Lo bueno es que ya habéis visto a Emi en acción. Alejaos de ella, esperad a que alguien la mate. Irá sola, pero no os acerquéis ni siquiera si parece que esté durmiendo. Si consiguierais un arma de largo alcance… pero tampoco sabríais utilizarla, olvidadlo.

No esperó ningún comentario por nuestra parte e hizo que las imágenes continuaran de nuevo. Percibí que hasta ahora parecía que Emi era quien más la preocupaba. El siguiente Tributo era un chico rubio, bastante grande y de mirada dura que se acogió orgullosamente al derecho a ser Tributo. No era nada habitual que eso pasara en Distritos que no fueran el 1 y el 2. Pero luego ese aparentemente cruel y duro rival, se arrodilló y se convirtió en la sensibilidad en persona cuando lo grabaron despidiéndose de su hermano. Había visto algunas otras despedidas, pero ésta sin duda me pareció la más tierna. Por otra parte, di las gracias porque a mí no me hubieran grabado despidiéndome de mis padres, aunque era habitual que si el Tributo no era profesional y tenía padres de quienes despedirse, no lo grabaran. Los padres solían decir inconveniencias que no gustaban nada en el Capitolio. Además, me alegré de ver eso.

—Mucho cuidado con éste —dijo Layla, tomándome por sorpresa.
—¿Qué? ¿No dijiste que tener alguien a quien proteger te hace débil?
—Esto no es alguien a quien proteger —negó—. Es algo por lo que volver. Es un chico fuerte, creo que el más mayor de todos los de este año, que obviamente no hará equipo con su compañera de Distrito. Esto —señaló a la pantalla, donde aún se veía la imagen del chico rubio abrazando a su hermano— significa que hará cualquier cosa para volver, pero sin un plan como pueden tener los profesionales. Este chico significa peligro.
—Todos significan peligro —corrigió enseguida Konohamaru. Definitivamente ese niño era muy listo.
—Tienes razón, pequeño —asintió Layla.— Eso debéis saberlo desde el comienzo, pero todo lo que yo os digo es a mayores de eso.

Las imágenes continuaron para mostrar a los Tributos del 12 y después, Layla nos llamó.

—Ahora que los habéis visto a todos, una cosa más —y para mi sorpresa, apareció nuestro Distrito.

Maito Gai saludó como de costumbre, con el mismo traje que llevaba unos momentos antes. Y entonces aparecí yo en el plano. Los Agentes de la Paz me guiaron hasta el escenario como si fuera capaz de verlo —aunque por mi expresión parecía que realmente no lo habría visto aunque me cayera encima—, y cuando Maito Gai me felicitó yo parecía tener apenas un hálito de cordura. Me sorprendí de que consiguieran que no se viese ni se oyera a mi padre, pero entendí que llevarían muchos años haciendo eso. Después subió Konohamaru, con su enorme y cálida sonrisa que quedó hecha añicos tras las palabras de Maito, pero se recompuso en menos de un minuto y de hecho se vio claramente como fue él quien se acercó a mí. Esta vez nuestra mentora dejó que la imagen se fundiera a negro, y apagó el aparato.

—¿Qué habéis visto ahí?
—A nosotros —respondió Konohamaru.
—Cierto —asintió Layla—. A vosotros, tal y como os han visto todos los demás. ¿Y cómo os habéis visto?
—Muy mal —respondí, sin pensarlo un instante—. Parezco idiota… o loca.
—¿Qué me tiene que parecer? —preguntó confundido Konohamaru.
—A ti nada, pequeño —Layla me miró fijamente—. Sí, lo pareces. Has empezado francamente mal, chica. Si tuviera que elegir ahora mismo, lo tendría clarísimo. Él podría ser un ganador, pero tú no. Sin contar a la pareja y a los dos que rompieron a llorar, te colocaría en el último lugar.

Esperé unos instantes eternos, deseando que dijera algo más, pero no lo hizo. Así que entendí que debía hacerlo yo.

—Tengo que cambiar esa imagen —dije.
—No. Tienes que construir una completamente nueva. —Se alejó un poco y nos miró a ambos.— Tenéis mucho que hacer. Tenéis cada uno un preparador asignado de antemano. Cuando lleguemos, obedecedlo como si vuestra vida dependiera de ello, porque es muy probable que sea verdad. Incluso hay una pequeña parte en cuanto a encajar en el Capitolio que podríais aprender de Maito. Pero sobre todo, escuchadme siempre.

No esperó respuesta, simplemente salió del vagón sin dirigirnos la mirada.

—¿Qué ha dicho? —bromeó Konohamaru.

No pude evitar reírme un poco, ya lo venía necesitando. Pero un pensamiento me sacudió como un latigazo: Konohamaru era listo, casi demasiado inteligente para su edad. Nuestra propia mentora lo colocaba por delante de mí, al igual que a otros diecinueve de los Tributos. Estuve a punto de echarme a llorar cuando vi la mirada tierna y preocupada de mi compañero de Distrito. Me enderecé en el asiento y carraspeé para aclararme la voz.

—Konohamaru, ¿has probado el alcohol? —el niño me miró muy sorprendido.
—No…
—Pues vas a probarlo. Y yo voy a tomar un montón. Y vamos a comer hasta que explotemos, y a conocer lugares que nadie que conozcamos podrá ver jamás… —me levanté y le ayudé a ponerse en pie, guiándole hacia donde debía estar el ágape que Maito Gai nos había prometido.

“Antes de morir, vamos a vivir.” —Fue lo que pasó por mi mente, pero me lo reproché en ese mismo instante. Había hecho una promesa, así que decidí que en ese momento y en todos los que estuvieran por venir, debía enfocarme en vivir.

La partida hacia el Capitolio fue como un torbellino: rápida y desordenada; en definitiva, difícil de recordar correctamente.

Una vez que las cámaras habían filmado el personal e íntimo momento con Sora para todo Panem, nos separaron. Se lo llevaron a la fuerza. Lógicamente, no quería separarse de mí y se mantuvo unido a mí en ese abrazo hasta que los Agentes de la Paz se lo llevaron. Se había excedido en sus cinco minutos. Cada segundo de más que estuvimos en ese abrazo aproveché para acariciarle su lacio cabello rojo, para inspirar su aroma: el jabón de la vieja y viuda anciana Chijo que había cuidado de él desde que madre falleció hasta que yo llegaba del trabajo —legal o no— y que siempre había estado ahí incluso desde antes. Era la que nos daba parte de sus provisiones, de sus medicinas, jabón, que nos zurcía los calcetines o los calzoncillos, o tejía si podía una bufanda o unos guantes para cuando llegaba el invierno. Decía que era vieja y que no le hacía falta, aunque en el fondo, era porque éramos como los hijos que nunca pudo tener. Quizás Chijo fuera otra de las personas a las que estaba agradecido y a las que podía considerar familia.

Me preparaba para abandonar el edificio cuando me llevé una auténtica sorpresa cuando vi a Asuma, mi contacto con Raíz, la banda criminal a la que le debía parte de nuestra supervivencia. Raíz era una de las muchas organizaciones criminales buscadas por el Capitolio y los Agentes de la Paz que luchaban contra el sistema. Algo tan injusto y tiránico como el modelo impuesto por el Capitolio no podía sino favorecer la aparición de estos grupos terroristas. Había muchos, incluso en los Distritos más grandes había varios. Sabíamos de su existencia pero era imposible comunicarse debido al estricto control del capiolio.

El Distrito 11 era grande y en él habían proliferado los grupos criminales, aunque poco eficientes para lograr sus objetivos. Por esa razón, las distintas bandas acordaron cooperar naciendo así Raíz. Había empezado a ser una amenaza real desde hacía una década, o quizás dos, cuando había dejado de operar en un solo distrito, para extender su influencia a los Distritos cercanos, el 10 y el 12. Nadie supo cómo, pero el caso fue que, poco a poco, el problema del estraperlo, de los asaltos a los trenes mercantiles, de los atentados contra las autoridades locales, el incendio de maquinaria o de industrias, el sabotaje de las comunicaciones y otros actos subversivos se extendieron a todo estos Distritos; aunque no se había logrado nada salvo conseguir una mayor represión.

Todos los miembros de Raíz sabíamos que existía un líder que pero ninguno sabía quién era, sólo lo llamábamos el “zorro”. Había muchas teorías conspiratorias sobre su identidad. Las más elaboradas sugerían, que en última instancia era el propio Capitolio quien actuaba contra sí mismo para justificar la represión. El “zorro” era quien dirigía la organización e impartía las órdenes y a sus órdenes se encontraba los nueve contactos —los más veteranos— quienes las  recibían y repartían. Los objetivos de la Raíz no estaban claros: algunos formaban parte de ella porque según decían trabajaba para instaurar algo llamado democracia aunque la mayoría estábamos para asegurarnos el alimento. A mí me bastaba saber que era el que me pagaba. Si trabajabas para Raíz podías conseguir que tu familia no muriese. Daba igual la orden y quien la dictase. Cuando se cumplía el encargo —a veces sencillos y otras no tanto—te pagaban lo suficiente, o algo menos, pero sin duda, más de lo que el jornal como obrero permitía.

Asuma entró fumando. Ese lujo que obteníamos del contrabando y el robo de las mercancías importadas de los otros distritos era su mayor perdición. No era extraño que tuviera un cigarro en la boca, ayudaba a mantener el calor y quitaba el hambre. No tenía ni la más mínima idea de por qué un tipo tan sospechoso, vestido con una gabardina negra, con barba negra aunque con algunas canas y con unas gafas de sol, había logrado entrar y hacerse pasar por familia o conocido. Me dio un abrazo. Aquello me preocupó bastante. Nos llevábamos relativamente bien, aunque nunca había habido tanto cariño. Él me decía: Naruto tienes un encargo. Yo lo cumplía. Él me pagaba y hasta el próximo.

Había un lema entre la gente de Raíz: si firmas el contrato, pertenecerás siempre a la Raíz. Tenía trece años cuando entré en Raíz. Mi madre estaba muy enferma. No teníamos dinero para pagar a un médico y mucho menos alguna medicina. Las fiebres la tenían postrada en la cama. Sora se pasaba todo el día llorando a su lado y las teselas sólo alimentaban y mi sueldo no era suficiente. Llegó hasta mis oídos el rumor de un grupo de trabajadores que podía ayudarme y así fue cómo llegué hasta la Raíz. Cuando firmé el contrato escuché aquella misma advertencia. Realicé mi primer encargo, robar a una rica señorita unas joyas para fundirlas y obtener oro a cambio y pagaron los servicios del médico que curó esa extraña y malévola enfermedad llamada gripe contra la que no se podía hacer nada salvo morir, si eras pobre.

Asuma debió de notar lo rígido que me puse al verlo, porque tras dar una calada dijo:

—Tranquilo, muchacho. Ni que hubieras visto un fantasma.
—No sé, dímelo tú— respondí con cautela.— Ahora pertenezco al Capitolio.
—Sí, claro que lo sé. Es magnífico que haya resultado así. Al fin alguien con posibilidad de traer el honor de los Juegos a nuestro Distrito—.Todas mis alarmas se activaron. Aquello no podía ser nada bueno—Puede que la suerte sí que haya estado en esta ocasión de nuestra parte. Sólo he venido para decirte que Nani no dejará que Sora pase hambre, tal y como te prometimos.

Escuchar ese nombre hizo que se me erizaran todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo. “Nani” era el nombre, que sonaba a dulce y cariñosa abuelita, con el que llamábamos a Raíz. Sin embargo, lo que me provocó verdadero terror no fue escuchar la palabra “Nani” sino una promesa que nunca me habían hecho. No les había pedido que cuidaran de Sora en ningún momento porque mis cálculos de posibilidades me decían que resultaba improbable que fuera a dejarle. ¿Qué significaban entonces aquellas palabras? ¿Eran una amenaza? Desde luego, una recompensa por mis servicios no. Ya se me habían pagado y Raíz no era una organización filantrópica y caritativa que ayudara a los desamparados, desde luego que no.

—Verás, Naruto, hacía mucho que queríamos ver a un auténtico miembro de nuestro Distrito—con “distrito” me quedó claro que se refería a “Raíz—. Es la oportunidad perfecta para demostrar nuestra valía—sus palabras estaban bien estudiadas para que sólo yo las entendieran y aquello me empezaba a acojonar.—Seguro que recuerdas estas palabras en la Arena y te inspiran la fuerza necesaria para ganar.

Asuma se levantó y me dedicó una última calada de su cigarro lanzándola sobre mi cara. No evité toser. El tabaco era una buena forma de mantenerse caliente y engañar al estómago cuando el frío o el hambre atacaban. Había fumado antes, sí, pero siempre de manera excepcional y cuando alguna de las mujeres con las que pasaba la noche me ofrecía alguno de los cigarrillos de su marido. Fumar era un vicio de ricos, lo que indicaba que Asuma andaba bien de dinero.

Los Agentes de la Paz abrieron la puerta cuando Asuma tocó para indicar que su “despedida había terminado. No habían pasado mis cinco minutos. Necesitaba respuestas. Sin embargo, no pude hacerlas. Pondría en peligro a la Raíz. No sólo significaba que su desmantelamiento podría suponer la muerte de cientos de personas en mi Distrito, sino que además podrían tomarse represalias contra Sora y desde luego, si se hacía público que pertenecía a la Raíz todo lo poco que había logrado mostrando esa imagen de chico duro y decidido se iría a la mierda.

—Procura ganar los juegos—dijo misterioso antes de irse

Me levanté y anduve como Naruto Namikaze, el Tributo del Distrito 11 que se había acogido a su derecho al honor de los Juegos y que con determinación le había prometido a su hermano Sora que los ganaría y que los salvaría a ambos de ser elegidos. Sin embargo, el auténtico Naruto, el que siempre escondía bien bajo la capa de un peligroso delincuente, de un atractivo amante, de un protector hermano o de un glorioso tributo, estaba muy asustado.

Cada paso que daba sabía que me conducía a mi fatídico aunque incierto destino en el que tendría que matar a otros que como yo habían sido elegidos o se habían presentado voluntarios. En los Juegos del Hambre sólo podía haber un vencedor y éste se alzaba con la afanada corona de laurel que el mismísimo presidente de Panem colocaba al vencedor tras un tortuoso camino de sangre que volvía  a muchos locos.

Mi mente intentaba absorber todos esos conocimientos con rapidez y pensar estrategias, pero me resultaba imposible. La idea de que iba a matar a otros que querrían matarme me abrumaba y me impedía pensar con claridad. Era un criminal, sí. Había llegado incluso a matar a algún que otro Agente de la Paz —y no en defensa propia—pero para mí era diferente. No era luchar contra el poder y contra sus agentes represores. Era matar a veintitrés personas de las cuales la mayoría no querían estar así. Eran tan víctimas como yo y no podía asimilar que si quería vivir tenía que matarlos. No sabía cómo se sentían los otros Tributos, pero imaginaba que por el estilo. Ver los Juegos, algo obligatorio pues el Capitolio controlaba la televisión, la radio, algo que los ricos llamaban internet y la prensa escrita, siempre resultaba desagradable para la inmensa mayoría de Panem, salvo en el Capitolio y, quizás, los Distritos de los llamados Profesionales —los que se preparaban para competir a pesar de estar prohibido—.

Me monté en el vehículo descapotable que nos habían preparado y me fijé, tras una eternidad de pensar en mí y en Sora, en mi mentora, en mi acompañante y en mi compañera Tributo. Les sonreí y sólo obtuve la frívola sonrisa por respuesta de Cullem Haytoth, el que había sacado la papeleta de mi urna. Bueno, no podía reprocharles su indiferencia, al fin y al cabo, me gustaba jugar a hacerme el chico indiferente. Quizás por ese motivo me molestaba no despertar interés. Era complicado.

Conocía tanto a mi mentora como a mi compañera tributo de vista, aunque en aquellos momentos no tenía intención de ello. Estaba demasiado encerrado en mí mismo y apenas podía hacer otra cosa que seguir interpretando mi papel. Eso no quitaba que no supiera cómo sus ojos me estudiaban taimadamente intentando averiguar qué había bajo ese muro de acero que me esforzaba por mantener reforzado. Sólo había una persona que podía escalarlo y no era ninguna de aquellas dos: una que intentaría matarme y la otra que intentaría que no nos matáramos entre nosotros.

Avanzábamos hacia la estación de tren, cuyas líneas eran controladas por el Capitolio y que sólo se empleaban para hacer viajar a los tributos y a los campeones durante la Gira de los Vencedores, a los Agentes de la paz para mantener la seguridad y la paz —reprimir era la palabra correcta— y a aquellos que el capitolio autorizaba. En el andén se encontraba una bulliciosa multitud esperándonos.

Cuando bajamos del descapotable, fuimos despedidos ante las cámaras por el alcalde de nuestro distrito. Hice cómo que me interesaba pero sólo intentaba ver por última vez mi hogar y tener algún recuerdo que evocar antes de morir si la suerte “no estaba de mi parte”.

No tenía ninguna intención de morir en el intento, pero si lo hacía quería tener un recuerdo de casa. No profesaba un gran amor a aquel lugar donde tanto había sufrido mi familia, pero era el único lugar que conocía. De repente, me recordé que para mí “era un honor” ir al Capitolio y en esos momentos debía estar aparentando angustia. No, Naruto Namikaze, el Tributo del Distrito 11, debía estar encantado en ir a la magnífica ciudad donde se regía el destino de todos los hombres y mujeres de Panem. Por esa razón, empecé a intentar parecer impaciente por montar en tren, aunque quisiera correr en dirección opuesta y esconderme hasta que el peligro pasara, pero el peligro no pasaría hasta que los Juegos del Hambre terminaran para bien o para mal.

Nos subimos a aquel tren y Cullem nos guió hasta el vagón que todos compartíamos. La primera impresión de aquel medio de transporte fue de total sorpresa y admiración, aunque luego, me causó un gran asco. Miles de obreros tenían que vivir hacinados con sus familias con cuatro o cinco miembros en cuchitriles infectados de ratas y cucarachas e insalubres diez veces más pequeños que aquellos vagones. No sabría cómo describirlo, pero la cuestión es que lujo era la palabra que se me aparecía en la mente cuando contemplaba la exótica madera de los muebles, las arañas del techo, las cómodas butacas forradas de terciopelo y el paisaje, triste, gris y superpoblado del Distrito 11 pasar a toda velocidad rumbo al Capitolio. En cierto sentido, tenía que reconocer que era como escapar a toda prisa de la pobreza. Mi madre siempre me recordaba que yo había nacido en el Capitolio, pero para nada me sentía como si regresara a casa. Mi único hogar estaba donde estuviera Sora y, a cada segundo que pasaba, me alejaba trescientos cuarenta metros de él.

—Vamos, seguro que tendréis hambre. Vais a disfrutar de los lujos de la gran ciudad, mis queridos tributos y os prometo que mucho más cuando lleguemos a la civilización—nos ofreció Callum, educadamente. Me dieron ganas de darle un bofetón, aunque opté por sonreír y sentarme a comer.—Tú también Hikari, es hora de que empieces a preparar a nuestros tributos, bueno, quizás a Naruto, Emi ya conoce la dinámica.
—Emi ya sabe muy bien matar, incluso a los niños inocentes— respondió. Percibí un ictus de dolor en su voz. Algo que no era extraño, si se tenía en cuenta el pasado de aquellas dos mujeres.

Hikari Swirlf había ganado los Juegos hacía veintitrés años… quizás veinticuatro. Era nuestra más honrada campeona y la única que quedaba viva desde hacía diez años tras el suicidio del anterior campeón, aunque según el Gobierno el fallo cardiaco fue debido a la edad. Demasiado mayor con cuarenta años, por supuesto. La victoria de Hikari en la Arena era uno de los ejemplos prototípicos que mostraban en la premier especial que ofrecían semanas antes de la Cosecha. Hikari era una especie de heroína: había ganado los juegos con astucia, determinación y con un manejo letal del arco, que nadie explicaba en una chica de los arrabales más sucios del Distrito 11. Desde entonces y hasta Emi, el Distrito 11 no había tenido más vencedores.

Sorprendentemente, Emi había ganado los Juegos el año anterior y aunque eso le había valido el rango de mentora, las reglas no impedían que se presentara como voluntaria si cumplía con el requisito de la edad. Así lo había hecho. Los Juegos anteriores fueron especialmente violentos y sangrientos, del más refinado gusto para la estirada chusma del Capitolio.  Tenía diecisiete años cuando se proclamó vencedora en la Arena. Nadie supo cómo, pero una niña bajita con unas gafas más grandes que su rostro y de pelo ensortijado y piel morena, liberó a una demente asesina. Su primera víctima fue su compañero de distrito, un niño de unos trece años cuyo nombre no recordaba. Tras haber formado una alianza que les había permitido sobrevivir a los días iniciales, cuando la comida escaseó y quedaban pocos tributos, al caer la noche, se lanzó al cuello de su compañero y se alimentó de él. Fue algo realmente asqueroso y sádico. El canibalismo no estaba prohibido. Todo valía en la Arena, aunque por evitar el gore innecesario, se solían llevar a los cadáveres antes de que la mera idea de alimentarse de ellos apareciera por la mente de los Tributos. Las reglas no impedían matar a nadie a dentellada y de paso dar algún mordisco, explicó con una parsimonia pavorosa cuando la entrevistaron al final de los Juegos. Desde luego, ya sabía que si iba a formar equipo con ella no sería.

—Has sido muy inteligente. Ahora mismo medio Capitolio debe estar interesado en ti y buscando todo lo referente a tu persona—me saludó con un siseo una vez que nos sentamos en la mesa y comenzaron a servirnos.—Me encantó tu numerito con tu hermanito, fue de lo más… vomitivo.
—Las reglas no impiden caerle bien al público y de paso conseguir algún patrocinador extra—le respondí con una sonrisa acordándome de aquel pobre niño, casi de la edad de Sora. Sentí la enorme necesidad de comportarme imprudentemente— Gracias a ese vomitivo numerito no será necesario que me alimente de un niño de mi Distrito para ganar. Entre el amor y el miedo, prefiero que me amen a que me teman por loco.

Emi se me quedó mirando, tranquilamente, aunque sus ojos reflejaron que aquello había escocido. La de peleas que me habían granjeado esa manía mía de quedar por encima en las discusiones, la arrogancia y la facilidad para dar donde más dolía sólo con un puñado de palabras

Yo la miré a ella, decidiendo si iba a hacer algo más y debía prepararme o simplemente iba a tomarlo como una inocente interpretación. Cullem y Hikari me imitaron aunque se preocuparon de los cubiertos y otros elementos peligrosos que hubiese cerca de mí. Me había enfrentado a otros enemigos e incluso a otros delincuentes y tenía cierta experiencia. Por la manera en la que desvió sus ojos a un cuchillo sabía que quería atacarme. La forma en la que miró rápidamente, casi como un lince, alrededor buscando posibles agentes que se lo impidieran me obligó a hacerlo también.

Tal y como todos esperábamos, Emi se lanzó con un cuchillo como arma y con mi cuello como objetivo saltando sobre la mesa. Cullem ahogó un gritito e intentó llamar a los Agentes de la Paz. Estos no llegaron antes de que el filo del cuchillo me rozara una parte del cuello mientras me echaba hacia atrás empujando la mesa, tirando de paso toda la cubertería de plata y la elegante cristalería, lo mejorcito del Capitolio como exclamó Cullem.

Emi se recuperó rápidamente y gritando como una loca que me iba a matar intentó atacarme de nuevo, aunque en aquella ocasión le fue totalmente imposible. Hikari la bloqueó con una llave y la tiró al suelo poniéndose sobre ella. Empezó a susurrarle algo al oído mientras Emi gritaba histérica incoherencias, improperios y amenazas de muerte.

Los Agentes de la Paz llegaron tarde, como acostumbraban: lentos y torpes para defender al débil y prontos y eficaces para defender al poderoso. Uno le inyectó a Emi un líquido blanco y espeso, quizás del color del hueso y a los pocos minutos, tras patalear e intentar resistirse cayó desplomada. Mientras se la llevaban acompañados por Cullem hasta su dormitorio y para sellarla hasta el día siguiente Hikari abandonó el vagón común.

La seguí hasta las afueras, donde el aire del tren en movimiento aportaba una gratificante sensación de alivio  y frescura.  Extrajo una cajetilla de cigarrillos. Encendió uno y empezó a fumar. Me ofreció uno y dudé en aceptarlo. Aquel era el día de incitar a Naruto a fumar. Qué demonios, por fumar un cigarrillo no aumentaban más mis posibilidades de morir si se tenía en cuenta que iba directo a los Juegos del Hambre. Lo encendimos y empezamos a fumar.

—Si quieres sobrevivir, olvídate de ella… y más de intentar ofenderla—me reprochó Hikari mientras que me miraba. Por alguna razón, sentía que su desaprobación me preocupaba. Era como si me recordara a mi madre.
—Lo lamento,—apresuré a disculparme— pero cuando he pensado en el pobre niño al que devoró he pensado en Sora y no he podido evitarlo. Si tengo oportunidad de vérmelas cara a cara con ella en la Arena intentaré hacérselas pagar.
—Uno de los motivos de nuestro retraso ha sido llamar a Willem Dawnstar para que anulara su candidatura voluntaria, pero alegando que las reglas no lo prohíben y que quiere que este año los Juegos sean memorables, henos aquí.

Willem Dawnstar, el Vigilante Jefe y, por ende, quien lo organizaba, debía estar experimentando un orgasmo con la Cosecha en el Distrito 11. Un Tributo que aportaba una conmovedora promesa de retorno y salvación y otro que daría el toque sádico y macabro que tantas erecciones le provocaba.

—Así que Naruto Namikaze, el chico que prometió volver, ¿no?—Inició la conversación.— Has sido muy inteligente vendiendo esa imagen.
—Soy lo suficiente mayor para saber cómo funcionan. Cuantos más patrocinadores más posibilidades hay de sobrevivir gracias a sus regalos. Créeme, sé bien venderme. Les doy lo que quieren.
—Por supuesto, me gusta tu forma de pensar. En el fondo, eso somos todos, las prostitutas del Capitolio y a los que ganamos los Juegos nos visten de oro y diamantes, nos agasajan con gloria y fama, pero nunca dejamos de ser sus putas.

Menudo ojo tenía. Intenté pensar si con ella me había acostado alguna vez, pero creo que recordaría haberme tirado a una vencedora.

—No me cabe duda que un chico alto, musculoso y bien parecido como tú habrá encandilado a la mitad de los hombres y a todas las mujeres del Capitolios… Verás Naruto,— dio una fuerte calada— los Juegos son un espectáculo. Te revelaré un secreto.
—Dime algo que no sepa—comenté olvidando que estaba alardeando con otras mujeres.
—¡Bien! Esa actitud de chulillo grosero e irrespetuoso te hará ser aún más deseado, pero guárdala para las cámaras. Si quieres que te ayude, escúchame.
—Está bien, te escucho.
—Puede que te hayas pasado la mitad de tu vida doblando el espinazo para conseguir un jornal de mierda con el que mal alimentar a tu familia, pero en el Capitolio son tan inmensamente ricos que necesitan de diversiones y los Juegos son su preferida. Da igual que el Capitolio sea una dictadura encubierta con elecciones cada cuatro años a un único partido, si ellos tienen Juegos y Pan, no hay problema. Buena parte de su vida la enfocan en torno a los Juegos y muchos gastan auténticas fortunas en sus preferidos. Por esa razón, tendrás buena parte de la partida ganada si consigues buenos patrocinadores.—Tras su larga explicación añadió:— Me gustaría proponerte un trato: hazme caso en todo cuanto te diga y te guiaré a la victoria. Tú sólo tendrás que matar a Emi en la Arena.
—¿Pero no eres mentora de Emi? ¿No debes ayudarla a ella también?
—Aborrezco a Emi desde el año pasado, desde el año en que la vi matar a mi hijo.—Luego explicó:—ser hijo de un vencedor no te excluye del sorteo y aunque sólo habiendo seis papeletas frente a otros que como tú ya tendrían el doble de su edad, la suerte no estuvo para siempre de su lado.
—De acuerdo— acepté estrechándole la mano

El resto del viaje, que Emi se pasó atada a la cama por orden de Hikari, me dediqué a ver vídeos con ella de las presentaciones, a preparar una estrategia de imagen mucho más consolidada, a caerle bien a Cullem para que cuando hablara a los patrocinadores se acordara de mi simpatía—aunque a mi parecer creo que se acordaría más de mi sonrisa y de mi paquete, nunca lo había hecho con hombres, pero estaba casi seguro de que Cullem pagaría por mis servicios— y a engordar. Comí de todo a reventar, tanto que temía ponerme malo por no estar acostumbrado a tanta comida. Iba a pasar mucha hambre, no en vano iba a los Juegos del Hambre, y las exóticas y nutritivas comidas me iban a venir de perlas. A medida que me acercaba al Capitolio, me daba cuenta de que Naruto Namikaze se estaba convirtiendo en un Tributo.

eri-chan: La verdad es que mi intención es que améis con la fuerza de los mares a estos dos >.<. Sí que son adorables, pero tanto Naruto como Sora. En ese aspecto es algo que me hubiera gustado ver más en la saga original (la relación entre Katniss y Prim), en este fic, procuraré mostrar la relación entre los hermanos, pues, al fin y al cabo, la principal motivación de Naruto es volver junto a Sora. Aunque podría ocurrir que ya no fuera la única >.< Respecto a lo que no queréis que muera, la verdad es que te entiendo. Yo tampoco quiero que ellos mueren, pero en este fic, podría pasar cualquier cosa... cualquier cosa.

hikari uzumaki: Lamento la tardanza, pero es que últimamente ando de tiempo muy justo, pero bueno, dicen que lo bueno se hace de esperar. A ti también te ha dado pena, veo que soy bueno manipulando a la gente... demasiado bueno. Naruto es un chico que ha tenido que hacer muchas cosas por seguir adelante, algunas muy poco honrosas. Naruto tiene algo de Katniss, aunque intento que sea diferente. A ver si lo consigo. Naruto es inteligente, de hecho, intenté que desde el primer momento empezara a pensar como lo haría un profesional y tiene muy claro que quiere volver: La idea siempre fue que fuera Naruto desde el primer momento, aunque sabía que os haría dudar con Sora. Al final, la suerte no estuvo de su lado. Sobre los recuerdos, ya os digo, que de vez en cuando, iremos conociendo cada vez más un poquito sobre Naruto (y sobre Sora).

Arminius: Es la definición de la mala suerte, en el último momento, sonó la campana aunque ésta no traía buenas noticias. Tiene un duro camino por delante, ¿qué espera? No lo sabemos. Empiezo a pensar que os estáis equivocando de escritores... No somos nada predecibles, estamos muy locos... MUY LOCOS. Yo estaría en tensión de ser vosotros.

Obito_Madara: Sí! Tú te has dado cuenta de algunos aspectos que otros no han comentado. Sobre lo de la suerte, como ya he comentado, jugué con eso, con la suerte. Aunque lo cierto, es que Naruto tenía menos buena suerte, porque él tenía más papeletas debido a las teselas que años antes había ido comprando para mantener viva a su familia. Naruto sigue siendo un luchador aunque en un contexto totalmente distinto: ahora ya no lucha por responder a una necesidad social como es que todos te reconozcan, ahora es por sobrevivir. También me hizo ilusión que te dieras cuenta en que Naruto se da cuenta de qué tiene que hacer y que está interpretando un papel. Muy buena la reflexión de que hasta que punto el personaje devorará a la persona, la ficción superará la realidad. Has estado atento!!!!!

Sheik o mi queridísima Sheipai: La otra elegida es Emi (como acabéis de leer) y ya ves que está algo loca. Emi Hayama no es otra que nuestra querídisima, gran amante y genialosa moderadora when-chan. Gracias por decir que mi forma de escribir te hizo sentir el miedo en Naruto, es lo más bonito que me han dicho nunca. Recordad, el mod oscuro, el miedo, esas cosillas.

Ebeiidy Sakuu: Hola! Wala, gracias por ese tocho-comentario super enorme, me ha alegrado mucho. Yo amo a Peeta hasta el punto de la heteroflexibildiad, así que puede que sí que se parezca. Respecto al triángulo amoroso yo en la saga original no veo ningún triángulo amoroso, y en ésta seguro que no habrá. Dad gracias que haya un romance entre Naruto y Sakura, porque igual Naruto o Sakura se matan al principio... Podría pasar cualquier cosa.. Del romance no adelanto nada porque no me da la gana y porque de paso os tengo pegados a la pantalla xDDD Realmente sólo hemos abordado algunas cosas y pronto veréis el primer momentito NaruSaku, eso sí. ¿Será bueno? No lo sabemos, vosotros sois nuestros jueces. Naruto tiene algún que otros as bajo la manga, daos cuenta que ha llevado una vida delictiva, algo habrá aprendido y sobre la Arena bueno, será una que os va a sorprender, eso os lo aseguro, será algo INEXPLORADO...

Layla-chan o layla-sis, o sistata: Como se nota que tú sabes lo que nos traemos entre manos. Efectivamente, muy buena reflexión la que haces. En primer lugar, la idea era horrorizar un poco a los lectores con el hecho de que Sora, que es más joven, prefiriese morir en lugar de Naruto. Intenté que fuera angustioso ese momento, no sé si lo conseguí. En segundo lugar, también me parece muy acertado resaltar que para la gente del Capitolio, están tan aletargados, tan acomodados que no ven la realidad. Se han hecho débiles y fáciles de manipular, eso es algo muy, pero que muy feo. Y lo mejor es que no es ficción. La propia Collins elaboró la idea un día al ver mientras comía con total pasividad noticias de la guerra de Iraq, nos hemos hecho indiferentes y los Juegos del Hambre son una crítica a eso. De hecho, la ridiculez de su acento, de su ropa, su estupidez, son realmente, una crítica al mundo capitalista en el que vivimos donde nos hemos atontado y mientras nos den diversión pues nada. De hecho, para los que sepáis latín, los romanos decían dos cosas: Panem et circenses. Googleadlo.

Abrí los ojos sobresaltada por un ruido que chocó fuertemente con el tranquilo traqueteo rutinario del tren. Salí rápidamente de mi compartimento, pero no vi a nadie. Al escuchar algunas voces me dirigí al vagón que hacía las veces de sala de estar, y allí vi a Layla y a Maito.

—¿Qué ocurre?
—Nada —contestó secamente mi mentora.
—Nada malo, querrás decir —corrigió Maito Gai visiblemente emocionado—. ¡Estamos llegando al Capitolio!

Me apresuré a mirar por las ventanas, pero solo veía enormes muros de hormigón.

—¿Esto es el Capitolio? —pregunté confundida.
—No se puede entrar en el Capitolio así como así —me explicó Maito— estamos en modo subterráneo.
—Subacuático, querrás decir —dijo Layla riendo, saboreando la venganza de corregir a Maito.

Miré a mi alrededor, pero seguía sin ver nada más que la parduzca penumbra de los muros que nos rodeaban. Tenía ganas de ver el Capitolio, no había razón para negarlo. Mi opinión de lo que simbolizaba y de la gente que vivía en él no excluía el hecho de que me parecía un sitio precioso.

En el Capitolio no existían las calles como las que estaba acostumbrada a ver. Era una especie de ciudad flotante, sus coloridos y elaborados edificios se alzaban directamente sobre el agua. Se desplazaban en diferentes tipos de embarcaciones, algunas más grandes, a motor; y otras más pequeñas con formas de lo más pintorescas, con uno o más remeros en función de su tamaño. Se decía que todo el Capitolio olía a pan recién hecho y a perfume, y eran dos cosas que me resultaban tan ajenas como fascinantes.

Unos momentos después, un punto de luz lejano se fue acercando más y más hasta que nos engulló del todo. Y una vez rodeados de luz, el tren deceleró la marcha y me encontré de lleno en la espectacularidad del Capitolio. El túnel que habíamos atravesado se convertía en una base de hormigón por la que discurrían las vías del tren, y a ambos lados no había nada más que agua. A pesar de eso, había varias plataformas dispuestas a pocos metros de la vía. Por el brillo que les daba la luz del día, parecían hechas de algo más lujoso que el cemento. Decidir de cuál de todos los materiales que solo había visto en los libros estaban fabricadas aquellas plataformas absorbió tontamente mis pensamientos unos segundos. Pero el alboroto me sacó del pasmo. Y es que sobre las plataformas se agolpaban cientos de ciudadanos del Capitolio, saludando frenéticamente hacia nuestro tren. El entusiasmo de aquella gente por un instante casi me hizo sonreír y devolver el saludo con alegría. Hasta que lo pensé un segundo, aquellas personas estaban impacientes por recibir a sus tributos, por conocer a aquellos a los que empujaban a matarse entre sí. Tuve varios sentimientos enfrentados mientras miraba hacia aquel gentío, pero creo que el que se impuso fue el asco. Aunque a eso era precisamente a lo que había ido, eso eran los Juegos del Hambre. Así que sonreí y devolví el saludo con alegría.

Maito había sido muy amable durante el viaje, Konohamaru era un auténtico encanto, y ya casi me había acostumbrado a Layla, que podía llegar a resultar agradable. Una infantil y pequeña parte de mí deseaba que todo aquello se limitara a ese tren. Pero en realidad eso no era siquiera el comienzo.

Después de despertar a Konohamaru y prepararnos, el tren se detuvo por completo. Habíamos llegado al Centro de Renovación.

Después de un rápido recordatorio de que debíamos obedecer a nuestro preparador, Konohamaru preguntó qué íbamos a encontrarnos.

—Os recibirá el equipo de preparación, con órdenes expresas de vuestro preparador personal —explicó Maito Gai—. Cuando estéis casi listos, vuestro preparador en persona acudirá para cerciorarse de que todo se ha realizado correctamente, y os hará los últimos retoques.
—¿Para qué? —preguntó Konohamaru.
—Para el desfile —dijo Layla.

Abrí la boca inconscientemente. Sabía que el desfile era la primera parte de los Juegos, la primera toma de contacto del Capitolio con los Tributos, la primera oportunidad real de conseguir patrocinadores. Y ni siquiera dependía de nosotros, no teníamos ni que abrir la boca. Cada tributo tenía asignado un preparador, quien era el encargado de construirnos una imagen. En otros momentos podríamos hablar con ellos, pero para el desfile inicial dependíamos de lo que hubieran pensado para nosotros. Empecé a preocuparme porque no tuviera una buena oportunidad de cambiar la imagen de niña asustadiza que ya había empezado a transmitir.

Unos minutos después ya me encontraba en la sala de preparación que me habían indicado. Sabía que la preparación era algo individual, pero no me hizo gracia separarme de Konohamaru. Si de verdad de momento él era el que tenía más papeletas de los dos, me sentía más cómoda teniéndolo cerca.

No había nadie en la sala cuando entré, pero estaba claro que habían estado planificándolo: había una especie de camilla con varios artilugios y ungüentos, y un par de mesas llenas de cremas, polvos y un montón de cosas que no llegaba a reconocer. Rocé algunos objetos con la punta de los dedos, imaginando para qué demonios podrían servir.

—Hola —me sobresaltó una voz a mis espaldas. Al girarme vi a un chico de pelo castaño, vestido elegantemente con un traje cruzado blanco y azul, con una camiseta también azul de cuello alto debajo. No parecía tan ostentoso como los demás ciudadanos del Capitolio que había visto hasta ese momento, pero estaba claro que no procedía de los distritos.
—Hola —respondí, tratando de dibujar mi mejor sonrisa. Me acerqué un poco y extendí la mano. Él correspondió el gesto y me devolvió el saludo.
—Mi nombre es Callum Roth —dijo.
—Encantada Callum, yo soy…
—Sakura Haruno —dijo con una ligera risa— mal estaría haciendo mi trabajo si no lo supiera.

Me mordí la lengua. Claro. Probablemente no tendría que volver a decir mi nombre a ningún desconocido durante el resto de mi vida, durara lo que durara. Quizá a los demás tributos… Y ese mismo pensamiento me sobresaltó.

—¿Y el resto del equipo de preparación? —pregunté de repente.
—Vendrán enseguida.
—¿He llegado demasiado pronto?
—En absoluto. Es que quería hablar contigo.

¿Era la primera vez que un ciudadano del Capitolio clavaba tan fijamente su mirada en mí? Como mínimo, sabía que no iba a ser la última, pero me ponía nerviosa. Acababa de llegar y las cosas ya no eran como esperaba, y el hecho de estar a solas con un desconocido en un sitio tan extraño no estaba ayudando demasiado.

—¿Por qué? —traté de sonar fría, pero no sabía hasta qué punto lo había conseguido.
—Porque quiero conocerte lo mejor que pueda… No sabes quién soy, ¿verdad? —Sonrió.— No soy un miembro del equipo de preparación… Soy tu preparador.

Supe al instante que no había podido disimular la sorpresa. El chico que tenía frente a mí era… eso, un chico. Tendría mi misma edad, y en el Capitolio se empezaba a trabajar precisamente a los dieciocho, así que…

—Éste es mi primer año —dijo él, concluyendo mis pensamientos—. Supongo que eso te asusta un poco.

Traté de recomponerme lo mejor que pude. Aunque pensaba que tal vez era por ser de un distrito alto, que probaban a los novatos con nosotros sin importar las consecuencias, y si valían después ascendían a distritos mejores… o incluso que tal vez era por mí. Qué más daba quién me fuera a preparar si total…

—No te preocupes —dije tratando de sonreír y de sacudir esos pensamientos innecesariamente dañinos—. No se lo digas a nadie, pero también es mi primer año. —Callum rió.
—Tranquila, tu secreto está a salvo —se puso serio de nuevo, y otra vez esa mirada tan intensa se clavó en mí—. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar?

Lo miré unos instantes y me pareció comprenderlo. Y un desconocido, en un lugar extraño, en uno de mis peores momentos, despertó en mí más confianza que la mayoría de la gente a la que había conocido. ¿Que hasta dónde? Solo había una respuesta posible para mí. No había un límite, al menos estaba segura de que no lo había en todo lo tocante a Callum y mi imagen. Haría todo cuanto fuera necesario.

—De vuelta al 10 —dije finalmente. Callum asintió y sonrió.

Unos minutos después tenía a tres estrafalarias personas revoloteando a mi alrededor. Dos mujeres y un hombre cuya imagen era exagerada hasta para el propio Capitolio se encargaban de mí bajo la directa supervisión de Callum. Después de lavarme a conciencia, arrancaron dolorosamente todo vello que tuviera por debajo de las pestañas y la nuca, y finalmente repartieron una crema espesa por mi cuerpo y una loción de olor dulce por mi cabello.

Había decidido mucho tiempo atrás que no me gustaba la gente del Capitolio y esas tres extrañas criaturas no hacían más que afianzar esa opinión. Tenían la piel, el pelo y las cejas teñidas de colores imposibles y peinados que más bien parecían esculturas. Todo eso combinado con unas estridentes ropas, que seguramente serían la moda en el Capitolio pero a mí prácticamente me dolían los ojos con solo mirarlas directamente. Lo único que me tranquilizaba era saber que el que lo había ideado todo había sido Callum. Una vez terminaron, decidieron que habían completado la BBC —belleza base cero—, se felicitaron entre ellos y nos dejaron solos de nuevo a Callum y a mí.

Mi preparador me envolvió en una bata de seda rosa. Reconocí el tacto, era uno de los tipos de seda más caros y difíciles de elaborar… y solo se trataba de una bata. Me hizo sentarme sobre la camilla en la que su equipo había dado buena cuenta de cualquier pelo rebelde de mi cuerpo y él acercó una silla para sentarse frente a mí.

—Hay quien dice que soy perfeccionista —dijo—, pero oirás a otros decir que en realidad estoy loco. Desde que vi la Cosecha de tu distrito y tuve en mis manos tu expediente, me he estado preguntando qué clase de persona eras, qué podía y no podía hacer contigo. Y por eso no tengo un traje para ti.
—¿Qué? —pregunté sobresaltada. El desfile comenzaría en un par de horas y no tener traje, sí me pareció algo de locos.
—Tengo tres. Uno para dar imagen de niña buena, otro de chica dura y otro… para que te miren. —Parecía algo intranquilo con esa última opción, pero yo no era ni una niña buena ni una chica dura. Tenía que ser el tercero, sobre todo si Callum me aseguraba que iba a atraer la atención de la gente.
—Creo que sabes la respuesta —le dije, y sonreí.

Callum se levantó y fue hasta un teléfono que me pareció que había salido de la nada. Marcó un número y le dijo a alguien al otro lado que íbamos con el número tres. Rió, respondió algún cumplido que otro, tomó algunas cosas de una de las mesas y volvió a sentarse frente a mí.

—Enseguida volverá mi equipo de preparación para maquillarte —dijo mientras me extendía una crema ligera y fresca por el rostro—. Has elegido bien, Sakura.

Podría ser la primera cosa que había hecho bien hasta ese momento y por un momento me alegré. Respiré profundamente cuando el equipo entró de nuevo y tras una breve indicación de Callum se abalanzaron sobre mí. Para mi sorpresa lo primero que hicieron fue indicarme que me pusiera una ropa interior preciosa, de fino encaje rosa. Después se pusieron manos a la obra, llenándome de tinta y polvos. Solo les veía a ellos pasar de aquí para allá a toda velocidad, y lo único que pude hacer fue rezar por no quedar como ellos. Cuando hubieron terminado con mi cara, empezaron con mi pelo. Me lo ondularon mechón a mechón y después lo recogieron cuidadosamente. Se me quedaron los tres mirando unos instantes, asintieron complacidos y se hicieron a un lado para dejarme el camino libre hasta uno de los grandes espejos.

“Son buenos” —reconocí para mis adentro al observar mi reflejo. Casi no parecía yo, pero al mismo tiempo no había ningún cambio exagerado. Parecía algo más fiera, pero el recogido suavizaba la imagen. Me di la vuelta y por primera vez los vi como profesionales, en vez de como títeres despiadados.

—Me gusta —sonreí—. Muchas gracias, de verdad.

Los tres volvieron a abalanzarse sobre mí, pero esta vez era para darme un abrazo. Eso sí, con mucho cuidado de no estropear el peinado o el maquillaje. Me dijeron que estarían entre el público y que me animarían, y salieron de la estancia.

Entonces Callum se acercó con un vestido rosa pálido y unos zapatos de tacón a juego. Parecía de gasa y tul, pero no terminaba de ubicarlo. El tejido debía de haber sido vuelto a tratar en el Capitolio. El vestido en sí tenía bastante volumen, sobre todo en la falda.

—¿No es el de niña buena? —pregunté insegura.
—En absoluto. —Callum me ayudó a ponérmelo. Sin tirantes, con la voluminosa falda por las rodillas. A pesar del vuelo, marcaba bastante mi forma, fue lo único que me hizo pensar que realmente no era un vestido de niña—. Estás muy guapa. Eres toda una flor.
—Claro… es eso, ¿verdad? El vestido es una flor.
—Exactamente —sonrió y me tendió el brazo para acompañarme personalmente hasta el comienzo del desfile.

Bajamos al último nivel del Centro de Renovación, donde comenzaría el desfile de los tributos. Ya lo había visto muchas veces en pantalla, pero al natural ya me parecía incluso más impresionante. Con las enormes puertas cerradas, solo podía verlo a través de una abertura que emulaba a las troneras antiguas, pero no pude evitar asomarme. Se trataba de una de las construcciones más majestuosas de nuestro tiempo, y una vez que empezara el desfile no iba a poder pararme a mirar cada detalle. Era una gran avenida de acero, hormigón y cristal, con grandes gradas dispuestas a ambos lados y al fondo del todo, el Estrado donde estarían las principales personalidades de los Juegos. Desde la distancia, reconocí al presidente Septimus Grech, al vigilante jefe Thatch Dawnstar y a la jefe del equipo médico Lima Hendrix. Callum no me dejó asomarme demasiado tiempo para que me colocara puntualmente en mi posición y cuando me di la vuelta, vi a varios niños y jóvenes mirándome con dureza y curiosidad.

No pude evitar mirarlos a ellos y a sus ropas. Todos los que alcancé a ver llevaban complejos trajes que representaban claramente algo icónico de cada distrito. Callum me llevaba pausadamente hacia casi el final de la fila, hacia el lugar del distrito 10.

—¿Qué tiene que ver una flor con un distrito textil? —le pregunté.
—Sin tu distrito, los ciudadanos del Capitolio no podrían llevar sus preciosos trajes.
—No me has respondido.

En aquel momento apareció Konohamaru, también con un traje que emulaba a las flores. Con una mujer que debía ser su preparadora y sobre todo, con una gran sonrisa.

—¡Vamos igual! —exclamó divertido el niño.

No sabía si era bueno, si era malo, o si no era nada en absoluto. Pero no me parecía que fuéramos a llamar mucho la atención, a no ser que el Capitolio lo habitasen amantes acérrimos de las flores. Me volví hacia Callum, que me tomó suavemente de la barbilla y me habló despacio, como si intentase grabarme sus palabras:

—Levanta la cabeza. Y procura lucir esa sonrisa cálida y tranquila. Y sobre todo recuerda, Sakura: estás bonita, pero más allá de eso, eres hermosa. —Sacó algo de un bolsillo y me lo enseñó, era una flor de cerezo. La colocó en mi pelo y volvió a mirarme—. No creo que seas de las chicas  que realmente lo cree, pero tienes que serlo durante el desfile. —Lo miré extrañada—. ¿Me lo prometes?

A esas alturas, no tenía más opciones. No creía que Callum fuera a jugarme una mala pasada, y me había garantizado que la gente me miraría. Todo referencia a una promesa me recordaba a mis padres, pero esta promesa solo tendría que cumplirla durante unos minutos.

—Te lo prometo.

Konohamaru y yo subimos al carruaje destinado a los tributos del distrito 10. Por un momento me pregunté durante cuántos años se habría usado aquel carruaje, a cuántos fallecidos tributos del 10 había llevado el día del desfile.

Pero la música del Capitolio empezó a resonar en la avenida, y los primeros carruajes empezaron a moverse. En cuanto nuestro transporte empezó a moverse, pude oír un par de clicks provenientes de abajo. Me pareció ver como un pequeño pedazo de hilo se desprendía del vestido.

Así que eso era. Levanté la cabeza y sonreí, y le recordé a Konohamaru que hiciera lo mismo. Un fino pedacito de tul se soltó del vestido mientras atravesábamos el portón y salíamos a la avenida.

Arminius: me alegra mucho que te hayas fijado en la capacidad de Sakura, sin embargo menciona que su despedida no fue grabada y transmitida en público, de modo que nadie más ha visto ese momento. Obviamente Sakura dará juego, eso aquí no hay ni qué decirlo, pero aún queda mucho por ver.

Saki: no hay problema, sabemos que un poco antes o un poco después a los que os guste os pasaréis a dejarnos un comentario, y eso es más que suficiente. Es cierto que Sakura no tiene nada (o casi nada xD) que ver con Katniss y que desde el comienzo tiene una gran contradicción interna con la situación en la que está... pero cada vez menos.

Esbe: toda la razón, Sakura puede haber dado una imagen que por una parte pueda hacer que los otros tributos no la consideren un objetivo pero por otra parte, no le beneficiaría para conseguir patrocinadores. Aunque su mentora haya puesto a Konohamaru por delante, ella le tiene mucho cariño así que... eso puede acabar de muchas maneras. xD

Hikari: el anterior capítulo era una presentación doble: por una parte de la mentora de Sakura y Konohamaru y por otra, de algunos de los demás tributos. Sakura ya se está poniendo las pilas para lavar su imagen, habrá que ver qué tal se le da. Por cierto, Emi es la compañera de distrito de Naruto, ¡siento si no se terminó de entender!

Nathi: tranquila, tratamos de que no sea necesario haber visto o leído el original para seguir la historia. Además estamos cambiando algunas cosas. Es verdad que Sakura es diferente, ha sobrevivido a su manera, ahora le está tocando adaptarse a lo que le ha tocado xD

Eri: Sakura es bastante inteligente, pero desde luego Konohamaru no tiene ni un pelo de tonto, mucho menos considerando la edad que tiene. Yo siempre tan seria xDD mi alter ego es más frío que yo, ninguno salimos tal cual así que no os asustéis xD

Sheik: en este capítulo solo se ha presentado a un nuevo personaje, pero atenta al siguiente #momentoSpoiler xD. ¡Gracias! La verdad es que me encapriché un poco de ser mentora, así que intento que por lo menos el personaje valga la pena xD

Septi-bro: cierto es que Sakura ha sacado gran parte de su personalidad y su actitud de su padre. Esperemos que eso le sirva de ayuda. La presentación de los tributos lenta pero segura, a ver si les gusta a sus respectivos alter-egos xDD Me alegro de que en los comentarios varios lo hayan visto como yo, me preocupaba un poco que lo de colocar a Konohamaru con más posibilidades pudiera parecer una fumada.