Los Juegos del Hambre [+13 Capítulo 10: 03/3/14]

La lluvia se intensificaba por momentos. Subí la solapa de mi raída gabardina como si aquello fuera a impedir que terminara empapada, y apreté el paso. Los mechones de pelo rosa, ya chorreantes de lluvia, se me pegaban al rostro. Era temporada de lluvias, pero hace tiempo que no llevaba nunca un paraguas conmigo. En mi casa solo había uno, y prefería que fuera alguno de mis padres quien se protegiera con él. Era lo menos que podía hacer… Aún no había superado la culpa que sentí cuando me robaron el otro paraguas que teníamos. Un día lluvioso lo llevé al trabajo y solo lo apoyé un momento mientras fichaba mi hora de llegada al trabajo… y el paraguas había desaparecido. Sentí unas ridículas ganas de llorar, que casi un año después aún recordaba al evocar el incidente, a pesar de que mi madre insistió en que no era culpa de nadie y que un paraguas no era razón para llorar. Todavía no habíamos reunido el dinero suficiente para reponerlo, eso era un hecho, y todos sabíamos que podríamos tardar mucho más tiempo en conseguirlo. Un lujo como aquel era desorbitadamente caro en el Distrito 10. Quizá fuera ése el verdadero motivo por el que tuve ganas de llorar.

Me gustaba la lluvia. Los días de lluvia había menos gente vagabundeando en las calles y el Distrito casi parecía un lugar tranquilo, desprovisto de los habituales comerciantes escandalosos, de los pillos tratando de robar a los despistados, y de las familias enteras que pedían ayuda a gritos casi constantes. Pero lo peor era saber con toda certeza que las pocas personas que veía tumbadas en el suelo no estaban descansando como procuraba pensar normalmente. Intenté apartar la vista de un cuerpo que yacía en medio de la calle, con la boca y los ojos abiertos recibiendo la arreciante lluvia. Al ver ese tipo de cosas lo único que deseaba era ver cuanto antes a mis padres, aunque pudiera resultar inmaduro de mi parte.

Tras abrir la puerta de la casa de mi familia llamé a mis padres, pero no obtuve respuesta alguna. Dejé las ropas mojadas sobre la silla de mi dormitorio, lo más estiradas que pude para intentar que se secasen lo más rápido posible, aunque sabía que era muy probable que aún estuvieran húmedas por la mañana.

Trabajar en el laboratorio de la fábrica textil era duro normalmente, pero era aún peor cuando la humedad de las ropas al poco tiempo calaba hasta los huesos. En la zona donde trabajaba, era donde se teñían las telas para darles los diferentes colores que tendría el producto final. Un par de personas entendían el procedimiento y se dedicaban a buscar nuevas tonalidades que llamasen la atención de los más exigentes e innovadores; otros manipulaban las máquinas de tintado; y otros tantos vagaban de aquí para allá haciendo tareas de poca importancia. Mi labor en el Laboratorio se recogería en ese tercer grupo. Debía estar junto a la máquina cuando comenzase el proceso de tintado y agacharme para examinar el agua que el aparato desechaba en el proceso. Si el agua era el mismo color que el que debía resultar en la tela, todo marchaba bien; si no, si era muy clara o muy oscura, había que repetir la operación. Después tenía que tomar la tela tintada con sumo cuidado y llevarla a la carrera hasta la zona de secado. A menudo al dejar la tela, imaginaba por su tacto para qué se utilizaría. La seda, el raso y el tul —que eran los más numerosos— solía imaginarlos como parte de los disparatados trajes de la gente del Capitolio; el tergal y la lana los imaginaba como la vestimenta de la mayoría de los Distritos, como mantas y cortinas, lo que la gente común podía permitirse.

El agua aún no estaba sucia, de modo que me metí en la bañera sin calentar el agua. De todos modos, solo quería poder secarme después el agua y el frío de la piel. Al salir del baño, escuché las voces de mis padres y aún envuelta en la toalla me acerqué para saludarlos, pero me detuve en seco antes de llegar, al notar que estaban discutiendo.
No discutían demasiadas veces porque mi madre procuraba evitar ciertos temas, pero algunas veces no podía más y se enfrentaba a mi padre. Él hacía ciertos tipos de negocios después de trabajar, a veces antes y a veces —aunque de eso no estaba del todo segura— al parecer, también mientras trabajaba, pero eso tampoco lo creía mucho ya que si yo no paraba más de cinco minutos a lo largo de mis catorce horas de jornada, ¿de dónde podría sacar mi padre el tiempo? De todas formas, a mi madre le daba miedo que en vez de ser una ayuda, esos negocios se convirtieran en un gran problema. Que los Agentes de Paz con quienes hacía negocios cambiaran de idea y se volvieran contra él, que los demás Agentes lo descubrieran porque otro cliente lo delatase o por cualquier otro motivo.
Decidí hacer un poco de ruido para que sintieran mi presencia en vez de encontrarme irrumpiendo en medio de una discusión. Noté cómo ambos bajaban un poco la voz y cuando llegué a abrir la puerta de la cocina ya estaban en silencio.

Hablamos sobre qué tal había ido nuestro día, pero no dijeron nada sobre lo que les preocupaba, aunque en realidad no hacía falta. Ya tenía dieciocho años, era mayor de edad, hacía un año que me había graduado en la academia y había empezado a trabajar en el Laboratorio. Según las normas del Distrito 10 y de todo Panem, era una mujer adulta. Pero mis padres nunca me involucrarían en sus problemas, incluso a pesar de que yo ya los conociera perfectamente.

Mi padre corría terribles riesgos a diario. Gracias a la intervención de algunos Agentes de Paz, interceptaba parte de los suministros que llegaban al Distrito 10 para luego venderlos por debajo del desmesurado precio al que se vendían habitualmente. Cada semana hacía cuentas con los Agentes de Paz que lo ayudaban y repartían los beneficios. Pero quien corría de verdad peligro era únicamente él, porque aunque dijera que conocía bien a la gente y que sabía a quién podía vender sin arriesgarse, lo cierto es que cualquier comerciante del Distrito estaba deseando averiguar quién era el vendedor de contrabando para pedir un castigo ejemplar. Pero mi padre no dejaría jamás que yo pidiera teselas, la sola idea le provocaba sentimientos de rabia y tristeza que solo sabía expresar gritando que las absurdeces estaban prohibidas en esa casa. Nunca dejaría que mi nombre entrase en la urna más veces de las inevitables. Y mucho menos dejaría que mi madre y yo consiguiéramos dinero de la manera en que muchas mujeres se veían obligadas a hacer en el Distrito. Madres y hermanas que se veían a diario en las calles —aunque especialmente tras la puesta del sol, dejando que la oscuridad de la noche opacase el dolor que les provocaba verse obligadas a hacerlo—, y que después regresaban a casa con sus familias, y con alguna que otra moneda en el bolsillo que con suerte, fuera suficiente para pasar los menos días de hambre posibles.

Normalmente procuraban mantener el ambiente cálido y alegre, y tomar todo lo humanamente posible con sentido del humor. Pero otras veces, sobre todo a la hora de la cena cuando estábamos los tres juntos, alguno de ellos maldecía la situación en la que vivíamos. Pero no por nosotros, sino por todo el Distrito 10, y por todo Panem. Hacía ya ochenta y seis años de la rebelión que dio origen a nuestro sistema social, una rebelión que yo solo había estudiado en los libros, pero que no nos dejaban olvidar. Se decía que poco después que nosotros, en otros lugares trataron también de rebelarse contra el poder que los oprimía. Y al parecer, todos acabaron de la misma manera que nosotros.

Para ser sincera, yo no pensaba demasiado en ese tipo de cosas. La única vez que realmente sentí rabia e impotencia hacia el sistema fue en la graduación, cuando dejaron libres todos los asientos que debieran haber correspondido a chicos y chicas de mi promoción que fueron brutalmente asesinados desde que tuvimos edad para que las papeletas con nuestros nombres entraran en las urnas. Ya que estamos obligados a ver todas las retransmisiones, para mí resultó imposible no ver sus caras y las escenas de sus muertes en sus asientos vacíos. Pero de alguna manera, siempre me sentí afortunada al respecto. Es decir, era algo terrible, absurdo e inhumano, pero ninguno de mis primos o de mis amigos cercanos había sido elegido en la Cosecha. Y además, mi trabajo me gustaba. Puede que no me apasionase, pero siempre supe de forma bastante aproximada qué trabajo desempeñaría el resto de mi vida y siempre miraba el lado positivo. No quería agacharme seiscientas veces al día de por vida, de modo que confiaba en que si era eficiente, rápida, y agradable con mis supervisores, podría haber una tarea mejor para mí y porqué no, quizá algún día sería una de esas pocas personas que experimentaban para perfeccionar la técnica y conseguir nuevos colores.

Había dado algún que otro beso, pero no me había fijado en el mismo chico durante más de un mes. No estaba preparada para esas cosas, al menos hasta que dejara de llegar a casa con las piernas y los riñones destrozados, y tuviera que dedicar la mayor parte de los domingos a reponer las fuerzas perdidas a lo largo de la semana si quería poder cumplir en el trabajo al día siguiente. Me aturdía un poco el hecho de que algunos de mis compañeros prácticamente doblasen la edad de mis padres. Además el principal motivo por el que había visto que a alguien le cambiaban su tarea, era por algún tipo de lesión irreversible ocasionada en el trabajo. El segundo motivo era porque alguien había muerto. Pero también era cierto que ninguno de mis compañeros se tomaba el trabajo tan en serio como yo, si querían tirar la toalla allá ellos, pero yo pensaba labrarme un futuro.
En ese futuro, algún día me fijaría en un chico y sería para siempre. Aunque ya conociese a todos los chicos de mi edad del Distrito, era algo que tarde o temprano tendría que pasar. Podría pedir voluntariamente un cambio al odiado turno de noche para que siempre hubiera alguien con nuestros futuros hijos. Además, cuando consiguiera llegar a ser exploradora de color la paga sería algo mejor y mis hijos nunca tendrían que pedir teselas.

En realidad era una perspectiva bastante agradable y a pesar de que todo lo que esperaba escapaba enteramente a mi control, me daba fuerzas para levantarme y seguir adelante, para saludar con una sonrisa a los compañeros que ni siquiera veían con buenos ojos mi buen humor en el trabajo. En eso contrastaba con mi amiga Kanako, que reservaba todo su buen humor para después del trabajo. Claro que ella estaba todo el día sentada en un gigantesco telar del que no salía otra cosa que basta lana, y se emocionaba cuando le hablaba de las suaves y brillantes telas de colores vivos que yo veía a diario. Solía fantasear con que algún día las dos vestiríamos aparatosos vestidos de seda brillante mientras tomásemos una copa de la bebida más cara que existiera, y que el Distrito 10 y la gente que moría de hambre y de frío en él no serían más importantes que el vuelo de una mosca. Y yo pensaba que seguramente en el Capitolio, la gente que bebía y vestía así pensaba exactamente lo mismo que Kanako decía en tono de broma.

Una parte de mí siempre detestó a esa gente, a la gente que daba por hecho el agua caliente en su casa, que no racionaba cada moneda de su salario para procurar pasar solo uno o dos días sin comer al mes. La gente para la que no era un lujo impensable tener más de unas únicas ropas decentes para ir a trabajar. Pero siempre me alegré de que esa maldad que les achacaba desde la distancia no me agarrase con sus largos y fríos dedos. Puede que fuera pobre y que albergara cierto resentimiento, pero era una chica joven del Distrito 10 que se empeñaba en conservar las esperanzas y eso me convertía en una privilegiada.

CONTINUARÁ...

Cerré los ojos una vez más. Tenía la costumbre de despertarme unos minutos antes de que sonara el despertador y tuviera que ir a fichar a la fábrica. Noté cómo alguien se acurrucaba junto a mí, buscando el calor de mi cuerpo. Le arropé y le di un beso en la frente mientras apartaba un mechón de lacio pelo de un rojo tan intenso como el fuego. Sora era mi hermano pequeño y era la única familia que me quedaba desde que el pasado invierno una epidemia, que se cebó con mi barrio, nos arrebatara a mi madre. Llevaba casi un año ejerciendo como padre y catorce lidiando con la muerte cuando cada año un estúpido hombre del Capitolio venía a perturbar nuestra pobreza y resignación y a escoger a un chico  y a una chica de entre siete y veintiún años para que formaran parte de los “nosécuagésimos” Juegos del Hambre.

“Y que la suerte esté siempre de vuestro lado” decía una vez que los Agentes de la Paz, la policía del Capitolio que estaba para mantener la paz y el orden —es decir, reprimir cualquier opinión contraria a lo que el Capitolio dijera—, arrancaba de sus familias a dos inocentes para que se convirtieran en asesinos y/o asesinados. Catorce años llevaba eludiendo la muerte. Recordaba mi primera Cosecha, el pomposo y asqueroso acto donde escogían al ganador, mejor que cuando me acosté por primera vez con una chica.

Tenía siete años. Estaba formado con los otros niños de mi edad. Todos estábamos asustados y yo más que ellos porque me repetía que yo no debería estar ahí, que yo no era uno de los del Distrito 11. En aquel momento no lo era, ahora estaba orgulloso de serlo.

No había nacido entre las sucias paredes de una casa de los obreros que hacinados vivían en casas de dimensiones insuficientes en comparación al tamaño de sus familias. Yo había nacido en una casa grande, aunque apenas la recordaba, propia de un gobernador venido del Capitolio para apaciguar las revueltas obreras contra los patronos y el Gobierno —eso fue lo que mi madre me explicó cuando me habló de aquello—. Mi padre fue asesinado por una turba indignada ante la pasividad del Capitolio respecto a sus demandas y, finalmente, un mero peón como era mi padre fue quien cargó con todas las culpas. El asesinato del Gobernador Namikaze provocó unos meses de revuelta que, como tantas otras veces, no terminaron en nada, salvo con la muerte de los insurrectos. Sin embargo, en lugar de compensar a la principal víctima, mi familia, el maldito Capitolio se libró de nosotros. Nos dio una mísera cantidad de dinero y echó a una mujer embarazada y a su hijo de siete años a la calle.

Mi madre esperaba encontrar rechazo entre las personas que habían ocasionado la muerte de mi padre, sin embargo, la acogieron tan bien como la pobreza y la miseria les permitieron.  Nadie quiso contratarla y pasamos a vivir de la mendicidad en la calle. Recuerdo cuánto lloraba por aquella época porque todo mi mundo se había venido abajo y porque el hermanito que tanta ilusión me hacía peligraba. De acuerdo a las leyes de Panem, los habitantes del Capitolio no podían participar en los Juegos del Hambre. Sin embargo, cuando inscribí mi nombre para contar con tres teselas —suministros mensuales de cereal, aceite, agua y sal— nadie se opuso.

Era un extraño al Capitolio y al Distrito 11. No les pertenecía a ninguno y mi madre estaba angustiada por lo que había hecho, algo que había hecho posible poder alimentarnos hasta que mi madre trajera un mísero jornal de asistenta de algún ricachón de la parte rica del Distrito. Estaba muy asustado y cuando pronunciaron el nombre de Rock Lee, un chico al que no conocía, de unos dieciséis años, casi me caí al suelo de lo liberado que me sentí. Aquella sensación no la olvidé ni con ocho, ni con diez, ni con veinte años porque a cada año que pasaba compraba nuevas teselas y cada tesela era una papeleta más para acabar yendo al matadero. Sin embargo, pudiera ser que el estúpido del Capitolio tuviera razón en algo y que la suerte estuviera de mi lado: El año pasado cuando sumé mis treinta y nueve papeletas extras, la mano del Destino tocó a otro desgraciado. Mi hermano iba a cumplir catorce años este año y me henchía de orgullo el no haberle permitido tomar ninguna tesela, por lo que sus posibilidades eran ínfimas este año.

Me acurruqué contra Sora y le acaricié con afecto. Le había visto nacer en medio de un hospital de la mala muerte, mientras mi madre y una vieja comadrona lo traían al mundo. Fue un día muy especial, en mi opinión, me convertí en su padre sin ni siquiera haber asumido la muerte del mío. Recuerdo que aquella vieja… cuyo rostro nunca podré olvidar pero cuyo nombre se ha difuminado hasta hacerse borroso, me dio a mi pequeño hermanito. Yo le cogí, muy asustado. Era muy pequeñito y lloraba, pero al acurrucarlo junto a mí dejó de hacerlo y abrió los ojos y los miré: iguales que los míos y a la vez diferentes: azules pero llenos de esperanza por vivir en un mundo que le recibía entre pobreza, algo que no comprendía. Supe desde ese momento que yo tenía que hacer cualquier cosa para que él no sufriera lo que yo había tenido que afrontar. Tenía una madre y un hermano a los que mantener. No quería que el color azul de los ojos de Sora, que reflejaba un día despejado cuando las fábricas detenían sus emisiones, se apagara como lo habían hecho los ojos de mi madre.

A pesar de la insistencia de mi madre, abandoné la escuela con nueve años…, quizás tuviera ocho, e ingresé en una compañía mercantil, como tantos otros niños de mi edad con más de un hermano por detrás de ellos. El Distrito 11 es el sector más pobre de todo Panem: frente a otros como el 1 y el 2, los niños mimados del Capitolio, o el 3 que produce toda la energía que consumimos, nuestro distrito recibe todas las materias primas y energías que proceden de otros distritos y los transforma en productos y maquinaria para las otras industrias: creamos las grandes dinamos, transformadores, telares, herramientas, tornillos, arandelas, cosas que no se pueden comer, pero que en el mercado de estraperlo bien podían servir para conseguir algo que llevarse a la boca esa noche.

Sonó el despertador finalmente y lo apagué.

—Vamos, mocoso— le dije con cariño.

La única persona que conseguía de mí algún tipo de muestra de cariño era él. Era mi única familia y a quien debía proteger. Ese espacio sólo era para Sora. No podía arriesgarme a amar a alguien de la misma forma y menos a una chica que en cualquier momento podría ser elegida. Ya había sufrido el dolor de perder a una chica a la que quería. Se llamaba Homaru y fue elegida cuando ambos teníamos dieciséis años. Fue de las primeras en caer aplastada por la maza de uno de los profesionales del Distrito 2. Yo lo contemplé todo y, sin embargo, cuando vi como la maza le destrozaba parte de la cara sentí un gran vacío en mi corazón. Decidí que hasta que Sora y yo no estuviéramos a salvo no me plantearía buscar una mujer con la que pasar mi vida y dudaba si sería capaz de tener hijos. No podría sentarme a ver cómo los reunían a todos como animalillos indefensos, tal y como hacen los más jóvenes, y no hacer nada.

Por eso siempre buscaba mujeres mayores, mujeres ricas y desatendidas por su marido que estaban dispuestas a agradecerme sus servicios con alguna recompensa. El mísero sueldo que me pagaba el grasiento patrón, cuyo perro comía mejor que cuatro de las familias de sus trabajadores, no llegaba más que para comprar algo. Los precios estaban por las nubes y descontrolados, pero al Capitolio le daba exactamente igual que un día una barra de pan costara un céntimo y al día siguiente costara diez euros y al otro cinco y al siguiente setenta… Por esa razón, aceptaba cualquier trabajo extra, por ilegal, deshonroso o peligroso que fuera y unos minutos de placer a cambio de dinero no era nada. Aunque aquello era una mera fachada.

Desde que vi morir a Homaru me centré en mi familia y al ver que los salarios que mi madre y yo traíamos no eran suficientes, tomé la resolución de entrar a formar parte algo llamado “la Raíz”, un bonito nombre para una asociación ilegal de trabajadores, cuya principal dedicación era atentar contra el sistema que tanto dolor nos infringía: robábamos a los más ricos, nos dedicábamos al contrabando de alimentos, bebidas, desvalijábamos los trenes que provenían del lejano Distrito 12 y comerciábamos ilegalmente con el carbón. No éramos unos santos y aún así nuestros beneficios con mucha dificultad nos permitían completar nuestros salarios como obreros y sacar como podíamos a nuestra familia. Sí, era un delincuente y estaba orgulloso. No por delinquir, sino porque era la mejor forma de defender a mi familia. En aquel asqueroso sistema: o pisaban o te pisaban y yo no dejaría que nadie pisara a mi madre o a Sora.

Volví a zarandear a Sora:

—Venga, enano. Hay que estar impolutos para cuando lleguen los estirados del Capitolio—bromeé imitando el snob acento de los capitalinos, exagerando las eses y diciéndolo todo como si preguntaran. Aunque yo no estaba para bromas.

Aquél era el día de la Cosecha. Hoy, de nuevo, en todo Panem se elegirían a un chico y a una chica por cada Distrito para llevarlos al Capitolio y que allí, tras ser las mascotas que recibirían toda la atención de Panem, se mataran entre ellos para que sus gentes disfrutaran.

Sora, se despertó y me miró con los ojos de mi madre. La echaba mucho de menos. No me arrepentía de nada cuanto había hecho por ella y me parecía poco. Hacía un año, mi madre contrajo una extraña enfermedad. Bueno, no tan extraña. Se llamaba cáncer y según lo poco que me dijo el doctor que contrató fue que nuestros ancestros, aquellos que vivieron en algo que llamaron Europa, lucharon contra esa enfermedad, aunque fue rara y difícil de vencer. Mi madre sucumbió. La vi apagarse lentamente. Con su muerte, el número de personas importantes para mí se redujo a dos: Sora y yo.

—¿Por qué sonríes con cara de tonto?—Le pregunté para picarle. Era nuestra forma de relacionarnos. Él lo sabía y ante mis malos modos sólo respondía con una sonrisa y con su risa. Ya era algo mayor, pero me había encargado de que él sí que tuviera eso que yo perdí antes de tener conciencia de ello: inocencia.
—Éste es el último año que te podrán elegir para la Cosecha. Estoy contento por ti, hermano.

Me levanté, algo molesto por el comentario. Sí. Aquello significaba que durante siete años tendría que vivir un día con el miedo a que también me lo quitara el Capitolio.

Fui al baño y empecé a calentar agua. Eso que los miembros del Capitolio llamaban “agua caliente” no existía en el pobre y obrero Distrito 11. Como mucho teníamos butano con el que calentar agua. En aquel día todos los pobres debíamos estar limpios y dignos de ver para las cámaras, porque sí, los Juegos del Hambre eran un gran reality show que a todos entretenían y hoy comenzaban.

Mientras que bañaba a Sora y me burlaba de la ridiculez de su “pilila” —ni siquiera eso le impedía reírse y estar feliz cuando estaba con él— escuchaba la entrevista que hacían al organizador de los juegos, Thatch Dawnstar, un petulante y sádico personaje, que aparentaba unos veintiún años desde hacía veinte y que se encargaba de que todo saliera bien: que hubiera amor, aventura, acción, suspenso, terror, drama y sangre, porque a pesar de todo lo que estaba defendiendo, los Juegos del Hambre saciaban la sed de sangre de unos idiotas que no sabían que era ni la sangre ni el sudor. Con lo que quedaba de agua caliente me bañé yo.

Nos vestimos antes de tomar un desayuno que había preparado él. A pesar de cuidar de mi hermano, él se había convertido en el chef de la casa. Yo pasaba mucho tiempo fuera, por lo que desde que había tenido capacidad para cocinar y no destrozarnos la casa, mi madre le había enseñado a cocinar. Gracias a eso, cuando volvía, de donde volviera, siempre encontraba la cena preparada, solo lista para calentar. Solemos desayunar juntos, pero no cenar. Sora, a diferencia de mí, sí que iba a la escuela —sí a lo que aprenden se puede considerar académico, porque nuestra formación va destinada a algo que los más radicales de “la Raiz” llaman “alienarnos”, es decir, a hacernos unos esclavos sumisos—.

Mientras, desayunamos con la voz de Thatch Dawnstar en nuestra radio.

—¡Felices Juegos del Hambre…! —Bromeó él.
—¡Y que la suerte, esté siempre de vuestra parte! —Le seguí la broma.

Aunque para mí nunca eran felices. Tenía cincuenta y seis —cuarenta y dos por las teselas y catorce por los años que llevaba participando en la Cosecha— papeletas junto con las siete de Sora. Eran los últimos Juegos del Hambre para mí, pero, ¿en qué sentido?

Cuando el alba empezó a colarse por las rendijas podridas de la ventana de mi dormitorio, me incorporé lentamente hasta quedar sentada en la cama. Parecía mentira que ya estuviera amaneciendo, se me antojó como una broma cruel que de verdad tuviera que empezar ese día. Parte importante de que no me volviera loca el resto del año radicaba de pensar lo menos posible en el día de hoy. Pero una cosa era eso, y otra muy diferente era poder dormir la noche anterior al día de la Cosecha. Aunque por supuesto, quería que cuando me vieran mis padres pareciera lo más fresca y normal posible. Me bañé mecánicamente, solo presté un mínimo de cuidado al enjabonar y aclarar mi cabello. Al salir de la bañera me puse mi vestido blanco de algodón. Tenía seis años y ya se me había quedado pequeño, pero me negaba en redondo a despilfarrar nuestro dinero en comprarme ropa para la Cosecha. Usaría ése hasta los veintiún años, a pesar de que ya había tenido que soltar algunas costuras para dejar espacio a unas formas que habían terminado de definirse. Pero no tuve problema en ello, algo se me tenía que haber pegado después de este tiempo en la fábrica textil.

Cuando me acerqué a la cocina saludé a mis padres con una pequeña sonrisa que ellos correspondieron como pudieron. Mi madre volcó la tercera parte de un huevo revuelto en un plato y me lo puso delante. Tomé un tenedor mientras veía a mi padre dando un par de golpes a la destartalada radio hasta que la señal quiso mantenerse donde debía y pudo escucharse al organizador de los juegos desear a todos unos felices Juegos del Hambre. ¿Felices? Lo que sentía en ese día era lo menos parecido del mundo a la felicidad. El pavor a perder a alguno de mis amigos o de mis primos me invadía; me desgarraba ver las caras de los tributos allí arriba cuando las cámaras ya los estuvieran enfocando, mientras el ridículo Maito Gai —el recolector del Capitolio asignado al Distrito 10— los felicitaba enérgicamente como si acabaran de recibir el mayor de los honores y con ellos, el Distrito entero; la estrepitosa culpa de después, al no poder evitar sentir un alivio enorme cuando todos mis seres queridos regresaban a casa con los suyos. Pero un extraño hombre del Capitolio decía que era un día feliz como si de verdad fuera a pasarle algo bueno a veinticuatro chicos —un chico y una chica de cada Distrito— durante las próximas horas… o semanas, hasta que finalizasen los Juegos y solo uno de ellos quedara con vida. El estómago se me dio la vuelta en ese mismo momento. Empujé el plato para alejarlo, ni siquiera quería oler la comida. Vi como mis padres me miraban con esa cara de tristeza, impotencia y preocupación que tanto detestaba. No podía estar ni un minuto más allí, así que volví a mi dormitorio a terminar de prepararme.

Cuando unos minutos después salí de mi cuarto con mi vieja gabardina sobre el vestido, mis padres estaban ya preparados también y me recibieron con una sonrisa. Mi padre hizo que le tomáramos cada una de un brazo y salimos los tres juntos, una familia feliz que salía a dar un paseo por las calles del Distrito 10. Así había sido toda mi vida. Mis padres dedicaron dieciocho años de esfuerzos constantes a que su única hija no se despertara llorando y gritando como todos los demás niños, aterrorizados por lo que el largo brazo del Capitolio podría hacerles. Querían que fuera fuerte, no fuerte para dejarme llevar por el odio y el miedo, sino fuerte para luchar por vivir a pesar de ello. Nunca les dije que tenía miedo, ni una sola vez en los once años que llevaba viviendo de primera mano la Cosecha. A pesar de que lo despreciara y de que estuviera completamente aterrorizada, estaba decidida a vivir a pesar de ello.

Al llegar a la plaza, gran parte del Distrito 10 se encontraba ya en perfecta formación. Los jóvenes entre siete y veintiún años, en las organizadas filas para recibir el resultado de la Cosecha y los demás, en la ancha parte de atrás, expectantes. Siempre me pareció una crueldad que hicieran acudir a todo el mundo al festival de la Cosecha. La asistencia era obligatoria para todos, sin ningún tipo de excepción, de modo que todos los padres veían in situ cómo sus hijos eran arrancados de sus brazos. Recuerdo cuando a los once años, sin ser realmente consciente de lo que hacía, al llegar al festival de la Cosecha me acerqué a un Agente de la Paz y le pregunté porqué no iban a casa de dos niños al azar y los disparaban, ya que el resultado iba a ser el mismo. Mi madre trató de tirar de mí con cuidado, pero el Agente me dio una bofetada con el revés de su enguantada mano que me tiró al suelo. El plástico hizo profundos cortes en mi mejilla, pero bajo ningún concepto podía ausentarme del festival, de modo que me quedé allí, con las lágrimas y la sangre derramándose en silencio sobre mi vestido mientras se elegía a los Tributos. Al terminar, mi madre intentó inútilmente detener la hemorragia, pero tuvieron que llevarme a toda prisa al médico del Distrito. El resultado de que una niña hiciera una simple pregunta fue que mis padres pasaron todo ese año fingiendo que era un juego comer solo uno de cada dos días para poder pagar la factura del médico y el vestido nuevo que necesitaría para la siguiente Cosecha, además de una fea cicatriz debajo del ojo. Pero si ellos podían tomarlo todo con una sonrisa, yo les debía lo mismo. Así que sonreí, les di un abrazo y un beso en la mejilla a cada uno, y me dirigí al puesto de identificación para pasar por el riguroso control al que nos sometían a los participantes en la Cosecha.

Recogieron una muestra de mi sangre, me tomaron las huellas, me hicieron rellenar otro año más la misma ficha personal, y entonces pasé hacia la zona de formación. Ordenados por edades y por orden alfabético, no era difícil encontrar mi lugar. Saludé a algunos amigos con los que me crucé de frente, en el estado de nervios en el que me encontraba en el festival de la Cosecha, cualquier cosa que no estuviera frente a mí escapaba de mi capacidad visual. Intercambié algunas sonrisas trémulas y me coloqué. Dudé si quitarme la gabardina o dejármela puesta, porque era una lástima que no se viera bien mi vestido, pero finalmente me la dejé, en ese día solo me faltaba pescar un resfriado por cortesía también del Capitolio.

Al poco rato se abrieron las puertas del ayuntamiento, que estaba debidamente engalanado con los estandartes del Distrito 10 y el Capitolio, y salieron el alcalde y algunos Agentes de la Paz junto con él. El cosechador del Distrito 10, Maito Gai. Se había embutido en una especie de malla de varios tonos de verde que parecía ajustársele más que su propia piel, y encima de ella llevaba una estrafalaria blusa de seda fina, casi transparente aunque se percibía el tono anaranjado. En toda su ropa e incluso en su pelo había detalles sobredimensionados de flores y tul. Normalmente al ver la forma de vestir de la gente del Capitolio yo me los imaginaba antes frente al armario, dramáticamente compungidos por no saber qué debían ponerse, y ante la indecisión terminando por ponérselo todo al mismo tiempo. Y Maito Gai era un ejemplo muy gráfico de ello.

Nuestro Distrito había “ganado” los Juegos del Hambre tres veces, pero solo dos de los vencedores seguían con vida. Allí estaban también sobre el escenario, como parte de su cometido. Una prueba más de que ni siquiera ganando los Juegos del Hambre conseguías escapar de ellos. Uno de los primeros vencedores de nuestro Distrito se negó a seguir participando en los Juegos, y no asistió al siguiente festival de la Cosecha. No vivió un día más, lo encontraron en su casa en medio de un charco de sangre. Algunos lo tildaron de acto de rebeldía, pero yo creo que él mismo había elegido morir. Al día siguiente, mataron también a toda la familia del vencedor muerto. Para los vencedores, su propia vida no significaba ya gran cosa, con lo cual necesitaban inculcarles otro tipo de temor. El último vencedor vivo del Distrito sería el mentor de los nuevos Tributos, y al pensar en eso me resultaba imposible no clavar los ojos en ella. La vencedora de los Juegos del Hambre de hacía doce años, la mentora del Distrito 10. Parecía que se le había agotado la paciencia para todo lo que le quedara de vida.

Entonces oí como Maito Gai carraspeaba para aclarar la voz y obtener la atención de todos los presentes, y como de costumbre mi sangre se congeló. Realmente estaba comenzando. Y aquel ridículo personaje saludó con una sonrisa tan grande que no le cabía en los labios.

—¡Felices Juegos del Hambre! —Exclamó, abriendo los brazos.— ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte!

Y se acercó a una de las enormes urnas en las que estaban los nombres de todos los que formábamos como corderos a la espera de saber quién era el siguiente en entrar en el matadero. Metió la mano y revolvió con gracia las papeletas, mirando con una pícara sonrisa a las cámaras. Calculé que habría casi mil quinientas papeletas en total. En doce de ellas estaba escrito mi nombre, lo que ni siquiera representaba un uno por ciento. Pero sabía que algunos de mis amigos, como Kanako, habían tenido que pedir Teselas cada año, triplicando el número de papeletas con su nombre. Me cruzó por la mente el pensamiento de que no le podría agradecer nunca suficiente a mi padre el esfuerzo que hacía para que yo nunca hubiera tenido que pedir teselas, mientras instintivamente seguía el movimiento a paso lento de Maito Gai de vuelta hacía el micrófono, ya con una papeleta extraída de la primera urna.

—Como siempre, las damas primero. —Dijo en tono de broma.

Todos los cosechadores decían lo mismo cada año, en cada distrito. Como si alguna vez hubiera resultado divertido. Mientras todas las chicas del 10 teníamos el corazón en la garganta, Maito Gai desdoblaba la papeleta tomándose todo el tiempo del mundo. Sentía las mejillas arder y el estómago revolverse. Quería buscar algo de apoyo, intenté localizar a mis amigas, pero todas estaban con los nervios pendiendo de un hilo y no me devolvieron la mirada. Giré un poco el cuello, pensando en intentar buscar a mis padres entre la multitud del fondo cuando lo oí, alto y claro…

—Sakura Haruno.

Vi algo moverse en la zona en que estaba mirando, y fue cuando localicé a mis padres. Mi padre intentó echar a correr hacia mí, pero dos Agentes de la Paz le cortaron el paso.

—¡¡¡¡NO!!!!—gritó con todas sus fuerzas, mientras lo arrastraban y lo retenían de nuevo al fondo de la plaza.
—Acompáñanos—miré delante de nuevo y vi a otros dos Agente delante de mí.

Era mi nombre el que se había dicho. Era mi padre quien estaba desesperado. Era a mí a quienes habían ido a buscar los Agentes de Paz. Pero mi mente no asociaba todo eso con lo que realmente estaba pasando. Cuando empecé a subir los peldaños hacia el escenario empezaba a ser ligeramente consciente, pero era casi como si le estuviera pasando a otra persona, o como si fuera algo que pudiera resolver en ese mismo día.

“Si el Tributo masculino es alguien a quien conozco –pensé-, quizá sepa algo que sea de ayuda. Si tiene fobias o alergias, sería fácil utilizarlo contra él. Quizá si lo mato enseguida me gane el favor, o el indulto…”.

Maito Gai apoyó ambas manos sobre mis hombros y me presentó como la gran afortunada del Distrito de ese año. Parecía que hablase con la gente del Distrito, pero realmente estaba hablando con las cámaras. Entonces se alejó de nuevo, siguiendo con el protocolo. Mientras yo seguía perdida en mis nuevos pensamientos de psicópata, Maito sacó una papeleta de la urna de los chicos y dijo un nombre del que solo me sonaba el apellido: Konohamaru Sarutobi.

Un Sarutobi fue no hace mucho uno de los directores de la fábrica textil, hasta que uno de sus hijos protagonizó un escándalo del que no llegué a conocer los detalles. El padre perdió el cargo y el hijo, la vida. Me preparé para ver a mi compañero Tributo, para analizarlo a fondo. Pero nunca podría haber estado preparada para Konohamaru. El pequeño, de siete u ocho años, subió de dos en dos los escalones que llevaban al escenario y cuando Maito Gai apoyó las manos sobre sus hombros y lo felicitó alegremente, la cara del niño se iluminó y exclamó, con una sonrisa que no le cabía en la cara:

—¿¿Qué he ganado??
—La oportunidad más exclusiva de todo Panem, —dijo alegremente Maito Gai— ¡participar en los Juegos del Hambre!

En ese momento el rostro del niño se quebró. Tal vez su tierna edad lo había alejado de la realidad de dónde se encontraba, tal vez su familia habría tratado de protegerlo y evitarle la mayor cantidad posible de referencias a los Juegos, pero ya fuera por la academia o por la visualización obligatoria, ya tenía edad suficiente para entender al menos en parte qué estaba pasando. La sonrisa se borró de sus labios y por un instante pensé que iba a romper a llorar, pero cuando estuvo serio simplemente asintió. Entonces Maito Gai hizo la pregunta de rigor:

—¿Hay algún voluntario? —era por pura cortesía, pero como sabíamos el silencio fue la única respuesta. Eso era el Distrito 10, no el 1 o el 2 donde los niños mimados del Capitolio tenían el cerebro tan absorbido que lo consideraban un honor. Incluso allí, de querer presentarse voluntario alguien, lo hubieran hecho en el momento en que dijeron los nombres. ¿Quién hubiera querido cambiarse por mí? Quizá mis padres, pero obviamente no podían hacerlo, hacía mucho tiempo que habían pasado los veintiún años máximos para participar y además, solo una chica podía ofrecerse en el lugar de otra. Y mis amigas… lo sentirían mucho, sí. Pero una cosa era sentir toda la vida el horror de ver morir a su amiga y otra muy diferente, ir a la muerte para que ella viviera.

Cuando Maito Gai nos proclamó oficialmente como los Tributos del Distrito 10 y empezó a hacer su discurso habitual sobre la vital importancia para Panem de los Juegos del Hambre y de los Tributos participantes, Konohamaru se acercó a mí y me tendió la mano.

—¿Sakura? —sin saber muy bien qué hacer, asentí y estreché su pequeña mano. — Encantado.

Intentó dibujar una sonrisa en sus labios, pero apenas llegó a ser una mueca. Quizá, si se hubiera tratado de otra persona, de alguien de más edad, hubiera pensado que estaba preparando alguna estrategia. Pero para mi desgracia, se trataba simplemente de un niño encantador.

“Matar a alguien que conozca de toda la vida. Que fueran a premiarme por ello. Que el Capitolio indulte a alguien. —Me repetí mentalmente, a modo de reprimenda, comprendiendo hasta qué punto habían sido irreales mis pensamientos.— ¿Qué clase de persona creo soy? ¡¡No puedo matar a este niño!! —Exclamé para mis adentros.”

Esa idea tronó en mi mente. “No puedo matar a ningún niño”, entendí al fin.

“Voy a morir”.